Mussolini, el joven socialista que personificó el fascismo, fue el verdadero creador del populismo

Scurati dice haber escrito una “novela documental” que viene a ser un género próximo a la narrativa histórica, pero aún mucho más exigente que éste en la fidelidad a la descripción del pasado.

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Libros   M El Hombre de la  Providencia

 

Se ha escrito hasta la saciedad de los dos grandes fenómenos políticos habidos en el siglo XX, ambos siniestros y sangrientos, el fascismo y el comunismo, pero la práctica totalidad de los autores no ha detectado, o ha menospreciado, el hecho de que tras estos envoltorios ideológicos hubo una praxis política que fue su verdadero soporte y que, a diferencia de las ideologías que la recubrían, no solo no ha fenecido, sino que ha resurgido con fuerza: el populismo. Antonio Scurati revela que el pionero en la utilización de esta nueva herramienta de actuación política fue Benito Mussolini, el Duce por antonomasia. A él dedica una obra en varias etapas, de la que acaba de aparecer la correspondiente a la segunda que comprende el período de 1925 a 1932 en “M. El hombre de la Providencia” (Alfaguara).


Libros   M El Hombre de la  ProvidenciaScurati dice haber escrito una “novela documental” que viene a ser un género próximo a la narrativa histórica, pero aún mucho más exigente que éste en la fidelidad a la descripción del pasado. Para ello contextualiza la figura del líder fascista en torno a una serie de personajes que le rodearon. Entre otros, su hermano Arnaldo, Roberto Farinacci -su peligroso opositor, líder de la línea más radical del fascismo-, Luigi Federzoni -que ocupó numerosos cargos pero tuvo que dimitir como ministro del Interior por sus diferencias con Farinacci-, Gabriel d’Annunzio, Giovanni Amendola -líder la oposición democrática-, Augusto Turati -el honesto secretario del Partido Nacional Fascista, cesado por culpa de Farinacci y que tuvo un trágico final-, el general Rodolfo Graziani, conquistador de la Libia insurrecta-, Arturo Bocchini -el eficaz y sumiso jefe de Policía-, Emilio de Bono -a la sazón, gobernador de Tripolitania y Cirenaica- y, con notable reiteración, Quinto Navarra, el ayuda de cámara “escogido por casualidad y que ha visto de todo: a jerarcas en uniforme de general de la Milicia entrar henchidos y marcar llorando, ha visto notorios matones humedecer con un pañuelo mojado la suela de unos zapatos nuevos para amortiguar el crujido del cuero, a obispos, ministros, capitanes de la industria, estremecerse a la espera de ser recibidos…”.


No faltan otros personajes ligados a su intimidad, es decir, sus amantes. Con rotundo protagonismo de la más inteligente e influyente de todas, la judía Margherita Sarfatti, promotora de la corriente artística del “novecento”, arrinconada cuando empezó a envejecer y obligada a huir sin que su antiguo amante le ayudara cuando el régimen inició su insensata política racial y antisemita copiada del nazismo; pero también Magda Brard y Alice de Fonseca, mientras que la Rachele que raptó cuando ambos eran jóvenes y convirtió mucho más tarde en su esposa aparece en un lugar muy secundario hasta su traslado a Roma. No faltan referencias a su idolatrada, pero casquivana, hija Edda, para que se le busca un “buen marido” que al final sería Galeazzo Ciano o a su hija natural Elena, a la que nuca reconoció.


Y, por supuesto, no puede faltar otro personaje, éste caracterizado por su indiferencia y su inactividad frente a las tropelías del fascismo: el rey Víctor Manuel III, al que Scurati acusa reiteradamente de “no haber movido un dedo”.


El retablo que el autor hace de aquellos años en que el régimen fascista se consolida muestra un sistema político surgido de la violencia -planean las gravísimas consecuencias del asesinato del político socialista Giacomo Matteotti- que cabalga entre la corrupción, el matonismo y el arribismo y las tensiones de los fascistas radicales con los acomodaticios. Contempla la mansedumbre con que los políticos demócratas se plegaron a la progresiva institucionalización de una dictadura y describe un sistema que se legitimaba ante la gente con lo que pudiéramos llamar el “Estado de obras”, mediante las numerosas infraestructuras creadas a lo largo y ancho del país.


Todo ello es capitalizado ese individuo dotado, sin duda de inteligencia natural e ilimitada ambición, que fue Mussolini, capaz de asumir la gestión simultánea de “hasta ocho ministerios!” y de haber conseguido crear, precisamente esos años y tras haber superado una fase inicial depresiva producto de una úlcera duodenal crónica, la imagen de un hombre de acero, que se exhibe despechugado ante la gente y que consolida, con la complicidad del común, un régimen absolutamente personal sobre “ese mediocre material humano… ese pueblo de aduladores y murmuradores, de delatores implacables, divididos entre calumniadores exaltados y calumniados descorazonados, con los codiciosos especuladores, con esos famélicos siervos, con esos exaltados precarios del presente absoluto que devoran cada día como si fuera el primero de los últimos”. Un retrato, como puede observarse, muy descorazonador, pero no solo del Duce, sino de todo el país.


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