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Los peores enemigos de los judíos y los que abogaron con mayor ahínco por su señalamiento, marginamiento y expulsión fueron, en su inmensa mayoría, conversos, tal como apuntaba Valeriu Marcu, escritor comunista de familia judía, que escribió un ensayo breve pero enjundioso cuya primera edición data de 1945 y que ahora se reedita con el título de «La expulsión de los judíos de España» (Renacimiento)
Los peores enemigos de los judíos y los que abogaron con mayor ahínco por su señalamiento, marginamiento y expulsión fueron, en su inmensa mayoría, conversos, tal como apuntaba Valeriu Marcu, escritor comunista de familia judía, que escribió un ensayo breve pero enjundioso cuya primera edición data de 1945 y que ahora se reedita con el título de «La expulsión de los judíos de España» (Renacimiento) El autor cita casos concretos, como los de Jerónimo de Santa Fe (Josúa ha-Lorquí), polemista cristiano en la controversia de Tortosa contra sus antiguos correligionarios, o los arzobispos Pablo de Santa María (Salomón ha-Levi) y Alfonso de Cartagena (hijo del rabino de Burgos).
Resulta particularmente significativa esta obra que desmitifica en buena medida, por quien, habida cuenta de sus orígenes familiares, tenía autoridad moral para hacerlo, muchos prejuicios que se han atribuido a España en relación con sus comunidades hebreas. Recuerda Marcu que “en España las comunidades judías medievales vivían con mayor comodidad que en el resto de Europa y contribuyeron notablemente al desarrollo económico del país”; y añade que “los judíos desempeñaban un papel importante en la totalidad de la vida de la nación española en formación”. Más aún: “asisten a la formación del español: lo transforman de dialecto en lengua”. No es por ello extraño que contaran con el apoyo de diferentes monarcas, citando de modo muy particular a Juan II de Castilla y a su valido Álvaro de Luna e incluso de Isabel la Católica, que tuvo como confidente a Isaac Abravanel y les protegió de las persecuciones populares (no así Fernando de Aragón, al que reprocha la “codicia” por hacerse con sus bienes).
Claro que este favor, unido al esplendor económico de algunas familias judías y la colaboración de ciertos personajes en la tareas recaudatorias de los monarcas fueron el caldo de cultivo de envidias y celos que, fomentados por el bajo clero -y más tarde por la Inquisición- dieron lugar a la propagación de infundios y leyendas (como la de los crímenes rituales o la profanación de hostias consagradas) con la consiguiente adopción de normas que limitaban su capacidad de movimiento (reclusión en aljamas o kahales), obligación de llevar distintivos de su condición, prohibición de ejercer ciertas profesiones y, por supuesto, sometimiento a una fuerte presión para su “conversión” al cristianismo. Esto último, con una consecuencia perversa puesto que, pese a que aceptaran bautizarse, quedaba -a veces con cierto fundamento- la sospecha de que muchos lo habían hecho como mera añagaza y seguían conservando los ritos y tradiciones judaicas. Ello dio lugar a una catarata de persecuciones desde el momento en que se crea el Tribunal de la Inquisición que no tenía jurisdicción sobre los no bautizados, pero sí en cambio sobre los cristianos relapsos, judaizantes o “marranos”.
Tras la conquista de Granada, en la que Isabel y Fernando contaron con sólidos apoyos económicos de sus súbditos judíos, la presión del inquisidor Torquemada -descendiente de judíos por vía materna- torció la actitud de la reina católica que acabó apoyando la expulsión deseada por su marido. La consecuencia fue el Edicto de 31 de marzo de 1492 que obligó a emigrar a todos los que se negaron a bautizarse, obligando a liquidar apresuradamente fortunas y bienes y salir de sus reinos en un plazo de tres meses. “España, el último refugio que les habían envidiado (los judíos del resto de Europa), había sido destruido”.
Lo más llamativo es que donde encontraron mejor y más segura acogida los expulsados fue -además de en la Europa no española- en los Estados Pontificios, en particular gracias al papa español Alejandro VI y en el imperio otomano, que “les abrió las puertas de par en par”.
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