“El teatro es el arte del actor, el resto son invitados a la fiesta” (Albert Boadella, “Joven, no me cabree”)

Reseña del libro escrito por el polifacético actor y dramaturgo

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Catalunyapress llibreboadella

 

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Si la principal cualidad que debe reunir un cómico es la capacidad de provocar, Albert Boadella es, sin duda, uno de los más acreditados profesionales en su especialidad. Lo ha demostrado fehacientemente con su fecunda obra sobre los escenarios, pero ahora lo reafirma con su libro “Joven, no me cabree” (B. Penguin Random House) en el que desmitifica con buen humor, agudo sentido crítico, desbordada ironía y ningún prejuicio todo los tabúes y esquemas mentales impuestos por la corrección política y social.

 

Boadella imagina la visita de un muchacho joven que, obligado a preparar su tesis, quiere documentarse en la experiencia del veterano comediante y le visita en el reducto rural en el que vive rodeado de árboles y plantas que cuida con paternal esmero. La conversación, que discurre en sucesivas jornadas, con algunas interrupciones en el tiempo, son una excusa literaria para que el autor desgrane su pensamiento enfrentándolo al de su ingenuo visitante y entre bromas y puyazos deslice muchas opiniones lapidarias.

 

“La poesía es una condición ineludible de todas las artes. Sin poesía no hay arte” opina Boadella, aclarando que los conceptos de “moderno” y “contemporáneo” son relativos y que lo que hoy lo es dentro de cien años ya no lo será. De ahí que critique a muchos de los actuales creadores, empezando por los pintores. “Las llamadas Meninas de Picasso -dice- no son una diversión del pintor. Son una pataleta de impotencia. Nadie se atreve a defender aquello frente al genio de Velázquez. Ni tan siquiera sus cofrades progres. Por el contrario, el Guernica es trascendental… significa la contraseña de un astuto negocio que marca el fin de la pintura y la entrega de sus despojos a los parias de la tierra en forma de grafitis o lo que hoy llaman «artes plásticas» … es un grafiti plano sin perspectiva en blanco y negro. Una imagen de comic que además significa el icono de la devastación, peor no la del pueblo de Guernica, que para nada retrata”.

 

Critica la ética actual con una “moral laxa en lo superficial, pero radicalmente inquisitorial en lo superfluo”. Y rechaza el supuesto progresismo imperante: “la progresía es una plaga funesta que ha descompuesto todo el orden prudente y juicioso en la llamada sociedad del bienestar…. En los inicios tenía una mayoría de público que se autocalificaba progresista, lo cual me hacía replantear la utilidad de mis espectáculos. Aquello era como una secta… hasta que se me hizo agobiante y en vez de seguir riendo de los de fuera, comencé por los de dentro. Empecé a fulminar sus mitos de tal forma que no volvieron a pisar mi teatro ni por asomo. Un éxito social y un desastre comercial, pero también una satisfacción indescriptible”.

 

Como es natural, sus explicaciones giran en torno al oficio teatral, sobre el que se pronuncia lapidariamente. “El teatro es el arte del actor -afirma- Sin él no existe esta profesión. El resto son los invitados a la fiesta. Unos invitados de los que el comediante puede prescindir cuando le apetezca. Ya sean el director, el decorador, el figurinista e incluso el llamado autor”. Y considera que “para un actor es más importante Beethoven que Shakespeare… (porque) la combinación de las notas musicales puede originar un nivel de emoción que a palabra no es capaz de alcanzar”. En todo caso “un personaje bien construido debe funcionar sin guarniciones. Desnudo en un escenario, desnudo de todo… en nuestro oficio es mejor lo sugerido que lo subrayado”. 

 

Aconseja a su visitante: “la primera acción para construir una obra es organizar el caos emocional que nos provoca el deseo de hacerla. En el teatro significa fijar exactamente aquello que queremos expresar en un máximo de tres líneas. Nada de estilo. Nada de literatura”. Y añade que debe tener en cuenta que “la credibilidad no está en la trama, sino en la manera cómo se desarrolla. El problema del arte no es el qué, sino el cómo”. También le previene sobre “los galanes (que) siempre estropean el teatro y a menudo la vida”. Ello le lleva a minusvalorar el cine al punto de advertir a su visitante que “no llame actores a los ejecutantes cinematográficos”. En cualquier caso “lo teatral sin belleza es una astracanada”.

 

Boadella censura al público actual porque está formado en su “mayoría de repelentes resabiados a los que no les sorprende nada”. Para colmo, “se ha vuelto ahora dócil y domesticado… se traga los peores bodrios y al final se levanta eufórico, gritando «Bravo». Hay que volver a patear y silbar para estimular la exigencia”.

 

En el libro hay también algunas anécdotas de la peripecia personal del autor de las que extrae consecuencias, como cuando le relata el accidente sufrido por el protagonista en la obra sobre Serrallonga cuando uno de los trabucos de debían ejecutarle en la ficción disparó de verdad, sin que el público llegara a emocionarse por ello. “Una muerte casi real -evoca- resultó menos convincente y emotiva que la muerte simulada… comprendí entonces que en teatro la vida es más vida, y la muerte, más muerte”. Y disfruta cuando su interlocutor le explica el fracaso de su prueba final cuando interpretó ante el tribunal los papeles de Doctor Jekyll y Mister Hyde y le consuela diciéndole que “la universidad es totalmente contraproducente para los artistas, ya sean titiriteros, músicos, pintores, poetas o arquitectos”.

 

Todo ello le lleva a lamentarse sobre la pérdida de libertad creativa: “ciertamente hoy no existe una censura oficial, pero hay algo más perverso. Actualmente si critico, o simplemente satirizo, uno de los muchos tabús que ha elaborado esta sociedad me arriesgo a convertirme en enemigo público y a ser arrojado a las masas tuiteras y facebookeras para mi linchamiento”. La conclusión es que “actualmente nos hallamos en una situación de menor libertad… me refiero a libertad personal, condicionada ahora por el gozoso sentimiento de nuestro gremio a la cultura de Estado”. Sólo queda un arma para superar estas limitaciones: “hay que tener cojones”.

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