“Todas las piezas rotas”, una novela de John Boyne sobre la culpa, la complicidad y el duelo
Reseña del último título publicado por el escritor irlandés
El gigantesco genocidio que ha pasado a la historia con el nombre de Holocausto ha dado lugar a numerosos estudios e investigaciones, pero también, a muchos textos narrativos que han tratado de describirlo, narrarlo o tratar de explicarlo desde diversos puntos de vista. A todos nos asombró aquella novela de John Boyne titulada El niño con el pijama a rayas en la que se fabulaba sobre la amistad surgida entre dos niños. Uno de ellos, hijo del máximo responsable del campo de exterminio de Auschwitz y el otro, un deportado judío de su misma edad. Drama conmovedor que ofreció un aspecto improbable, pero muy humano, en el contexto de uno de los mayores crímenes de la historia.
El autor enlaza en Todas las piezas rotas (Salamandra) con esa obra anterior y convierte ahora en protagonista de la nueva novela a Gretel, hija del jefe del campo de concentración y hermana del niño que pudo tener un amigo judío deportado. Sitúa a esta protagonista en diferentes etapas cronológicas de su vida: manteniendo sendas referencias siempre presentes a su infancia en Berlín y, sobre todo, en la Polonia ocupada cuando tenía doce años, la vida de Gretel transcurre durante una primera época en el París de la inmediata posguerra, cuando ella y su madre tratan de huir de su pasado y borrar la huella familiar; en Australia, a cuyo punto escapa la protagonista tras la muerte de su madre para recomponer su vida, pero donde, sin embargo, se reencuentra accidentalmente con alguien que fue muy importante para ella en “aquel sitio” cuyo topónimo nunca desea citar; una tercera cuando huye de dicho reencuentro, se domicilia en Londres y reemprende una nueva vida en la que encontrará un amor que resultará inviable; y la última, en su ancianidad, cuando trata de hacer penitencia de aquel lejano pasando tomando la justicia por su mano en un asunto de maltrato familiar.
Todas estas etapas están hábilmente entrelazadas de tal modo que el lector va poco a poco descubriendo la terrible herencia familiar de la protagonista, de la que en alguna manera ella misma se siente corresponsable, pese a que cuando tuvo ocasión de compartirla no era más que una adolescente. Una herencia que le retrotrae a sus vivencias en “aquel sitio” y que le obliga a confundir en su memoria el recuerdo de un padre cariñoso que, sin embargo, ejercía su función de genocida sobre seres humanos “que no son personas”. Con todos estos elementos el autor juega enhebrando situaciones y creando coincidencias a veces un poco insólitas, como la coincidencia bajo un mismo techo con la hija que no pudo en su momento reconocer como tal o el sino fatal que de alguna forma le enfrenta a una situación paralela a la que habría vivido su hermano: si el amigo de éste fue un niño judío, su gran amor también lo será. Cuando. Pero en definitiva nos encontramos ante una novela en la que hipótesis de este tenor son plenamente legítimas.
En todo ello late el fatal conflicto de hasta qué punto somos capaces de huir de un pasado del que no podemos evitar sentirnos copartícipess y que deseamos olvidar, pero del nos consideramos obligados a purificarnos con la debida penitencia. Una tesis en el fondo muy vinculada al sistema de valores católico con toda probabilidad implícito en el subconsciente del dublinés Boyne: para lavar un pecado no sólo hace falta el arrepentimiento, sino también confesar la culpa (aunque hacerlo le cueste a ello a Gretel tener que renunciar al amor de su vida) y por último cumplir la penitencia. En definitiva y como el autor reconoce al final, Todas las piezas rotas es una novela sobre la culpa, la complicidad y el duelo. Aunque, y esto acaso sea lo más inquietante, haya quienes no sientan ninguna de las tres cosas, como la madre de Gretel o el bello Kurt.
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