“La Contrarreforma”: cuando Europa se dividió en dos mundos
Reseña del libro escrito por la profesora universitaria italiana Elena Bonora
El estado de la Iglesia Católica al final del Medioevo, cuando pese a todos defectos y corruptelas era la institución central no solo en el ámbito religioso, sino en la vida toda del continente europeo, exigía un revisión en profundidad que muchos reclamaban como imprescindible. El caso es que lo que luego se ha venido en conocer como Reforma supuso una quiebra de la unidad religiosa que produjo además una miríada de iglesias locales, sectas y grupúsculos, cada uno de los cuales se consideraba en posesión de la verdad revelada y estaba dispuesto a imponérsela a los demás a horca y cuchillo. Roma tuvo que responder con su propio movimiento reformista que, como contradicción con el protestante, ha pasado a la historia como “La Contrarreforma”. La ha estudiado en una obra erudita, pero, a la vez, clara y sencilla de entender la profesora universitaria italiana Elena Bonora.
Antes de resultar inconciliables las posturas trataron de encontrar puntos de acuerdo. Y así pensadores fieles a Roma estuvieron dispuestos a aceptar el principio de “justificación por la fe”, básico en el protestantismo y que, si bien quedó luego marginado en la Iglesia Católica, ha sido recuperado por ésta en nuestros tiempos. Pero hubo muchos otros diferendos, como los de la indulgencias, las reliquias o las peregrinaciones. Todo ello en el contexto de un continente convulso en el que los intereses políticos se entremezclaban arteramente con las cuestiones religiosas.
En la Iglesia católica también se dieron reformistas y conservadores, incluso entre los papas, lo que provocó tensiones internas que se trató de encarrilar con la celebración de un concilio universal, el de Trento, iniciado por Pablo III en 1545 y finalizado, tras varios años de interrupción, en 1563 con Pío IV. Esta magna asamblea reafirmó la validez de la tradición como fuente subsidiaria de la revelación, rechazó la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas e impuso la enseñanza religiosa mediante el catecismo, mantuvo los siete sacramentos -los protestantes solo aceptaban bautismo y eucaristía-, ordenó la estructura interna de la Iglesia evitando el ausentismo y fomentó la formación de los sacerdotes con la creación de seminarios, entre otras muchas cuestiones. Paralelamente la Santa Sede creó dos instrumentos de indiscutible eficacia en el mantenimiento de la unidad doctrinal: el Santo Oficio de la Inquisición -que ha permanecido hasta nuestro días, ahora conocido como Congregación para la Doctrina de la Fe- y el Índice de Libros Prohibidos. También fue un hecho destacable la emergencia de algunas órdenes religiosas importantes, entre ellas la Compañía de Jesús, cuyo fundador incorporó a los tres votos tradicionales el cuarto de obediencia al papa. Bonora cree no obstante que el exceso de congregaciones regulares y de jurisdicciones exentas limitó la autoridad del episcopado en el siglo XVI.
Aunque la paz de Augsburgo de 1555 aceptó la coexistencia de diversas religiones bajo el principio de “cuius regio, eius religió”, desde el punto de vista político la quiebra de la unidad religiosa tuvo serias repercusiones y generó sangrientos enfrentamientos. Entre ellos, las guerras de religión en Francia, resueltas con la conversión de Enrique IV, y el gran conflicto continental de la guerra de los treinta años que finalizó con la paz de Westfalia.
En el debe de este proceso habría que consignar dos hechos: la condena a la hoguera de Giordano Bruno en 1600 y la de Galileo, obligado a retractarse, en 1632-1633; y en el haber de la Iglesia Católica la consecución de una férrea unidad interior y la conservación bajo su disciplina de buena parte del territorio continental, lo que permitió su expansión en la mayor parte de los territorios que los europeos colonizaron durante la Edad Moderna. Hoy los principales países católicos del mundo son Brasil, México y Filipinas.
Escribe tu comentario