”Luz ajena”: el anonimato voluntario de la escritora María Lejárraga como expresión de amor por su marido

Poco a poco, la colaboración literaria entre ambos quedó exclusivamente a cargo de María, que dejó de ejercer como maestra, y Gregorio fue acentuando su quehacer externo como empresario teatral.Lizárraga subraya que el anonimato de María fue no sólo voluntario, sino pertinaz.

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Libros   Luz Ajena

 


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Aunque el protagonismo masculino en la historia de la literatura ha sido abrumador hasta épocas muy recientes, hubo escritoras que lograron superar todas las dificultades para llegar a los lectores, si bien algunas de ellas tuvieron que hacerlo ocultando su verdadera identidad y utilizando un seudónimo. Pero el caso de María Lejárraga fue realmente singular. No sólo ocultó su autoría, sino que lo hizo utilizando el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra, bien atribuyéndosela en su totalidad, bien incorporando el apellido de aquel sobre el propio. Y lo hizo voluntariamente, como un acto de amor del que nunca llegó a arrepentirse, incluso después de saber que su cónyuge le traicionaba con otra mujer, la actriz Catalina Bárcena, que era la que representaba sobre el escenario los personajes que ella inventaba.


Isabel Lizarraga Vizcarra ha utilizado la documentación que se conserva sobre dicha autora y la ha utilizado para escribir «Luz ajena. El enigma de María Lejárraga» (Ediciones Espuela de Plata), una novela en la que reivindica su memoria tratando de explicar la razón de esta obsesión sentimental. Lo hace con un texto que ofrece tres niveles narrativos: el perfil biográfico de la protagonista, la historia colateral de Anita, que habría sido una antigua alumna de la maestra que fue María, y la peripecia de la conferenciante e investigadora que estudia la vida de la escritora.


Lizárraga describe a María por boca de este último personaje diciendo que “lo hizo todo por amor… hay que tener en cuenta que en esa época la mujer estaba sometida al Código Civil de mil ochocientos noventa y pico, no podía ir a la universidad, tampoco le estaba permitido escribir y no practicaba las mismas cosas que hacemos ahora y María, estaba tan enamorada de Gregorio…”. El caso es que ella era una mujer con estudios de magisterio mientras que su marido, más joven que ella, no había finalizado carrera alguna. Ciertamente al principio de su relación colaboraban juntos. “Gregorio y María trabajaban sin cesar. Ella atendía la escuela, administraba los gastos del hogar, cocinaba y mantenía la casa, mientras él visitaba editoriales y pergeñaba sus revistas”. Poco a poco, la colaboración literaria entre ambos quedó exclusivamente a cargo de María, que dejó de ejercer como maestra, y Gregorio fue acentuando su quehacer externo como empresario teatral.


Lizárraga subraya que el anonimato de María fue no sólo voluntario, sino pertinaz. “Si Gregorio, en alguna ocasión, le proponía que figurara junto a él en las letras de molde, ella se negó… llegó a agradecer a Gregorio que le evitase el esfuerzo de la exposición pública de su talento. Así disfrutaba mejor de su victoria”.


«Luz ajena. El enigma de María Lejárraga» es, a la vez, un retablo del ambiente literario madrileño del primer tercio del siglo XX, puesto que buena parte de los autores famosos fueron amigos de esta pareja (Unamuno, Rivas Cherif, Díez Canedo, Rusiñol, Benavente, los Quintero…) y con algunos de ellos llegó a haber una amistad particularmente estrecha, como fue el caso de Juan Ramón Jiménez, así como también músicos como Turina, Usandizaga y Falla.


Lizarraga destaca muchos otros aspectos de la personalidad de María Lejárraga: sus viajes por Europa, su compromiso con la causa feminista y la defensa de los derechos de la mujer, su apoyo al abolicionismo de la prostitución, su participación en el asociacionismo femenino -el Lyceum Club-, y finalmente su compromiso político durante la república, cuando aceptó presentarse a las elecciones de 1933 por el PSOE y salió elegida diputada.


Queda por resolver la incógnita de cómo la relación entre María y Gregorio no llegó nunca a romperse, incluso cuando éste logró con la Bárcena lo que no había conseguido con su esposa, ser padre. Lizarraga se pregunta: “¿Seguían amándose?” Y responde. “Durante aquellos años, de encuentros y desencuentros, su colaboración, la complicidad entrañable de su trabajo común, era un lazo irrompible, una rara fortuna y un saludable privilegio que acaso nadie llegaba a entender”. Hoy resultaría todavía más incomprensible.


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