Parecería que para tratar aspectos de actualidad haya que introducir siempre algún término nuevo, un nuevo vocablo, preferiblemente en inglés. Una palabra-hastag, una palabra-frase que facilite su vulgarización y que tenga apariencia de sentido.
El empoderamiento está de moda, curiosamente sin apelar a su forma inglesa, que deriva del verbo “empower”. Inicialmente estaba más referido a colectivos, movimientos sociales o políticos, como sería el caso del empoderamiento de la mujer. Pero este vocablo ha calado también en el campo de la salud y de la educación.
Así, se habla de empoderar a los padres para que sean más fuertes, capaces y potentes. Esto significa que ha de haber alguien que dote o haga desarrollar en los padres esta potencia. Habría alguien que hace el empoderamiento y alguien -los padres- que es empoderado por otro. Algo parecido se aplica con los niños. El trasfondo de este tipo de planteamientos refuerzan la tendencia a la patologización y a la profesionalización de la vida familiar. Da la impresión de que es un bucle en el que la profesionalización afecta a la autoridad parental, que a su vez lleva a una mayor dependencia de profesionales.
Pero el problema o la cuestión que está en juego no es algo nuevo, sino que forma parte de la esencia de la parentalidad, del ser padres, es uno de sus atributos más remarcables. Se trata ni más ni menos que de la autoridad parental, un concepto que nos es familiar; un concepto que es clásico, pero no por ello menos vigente ni operativo. Seguro que no puede aplicarse como hace años, que ha sufrido transformaciones, como lo ha hecho la sociedad en la que vivimos y las estructuras familiares actuales.
La autoridad deriva directamente de la función; es el ser padre y el ser madre lo que otorga la autoridad parental. Es una autoridad que se deriva del deseo de ser padres, del deseo de traer un hijo al mundo, y de la responsabilidad/obligación de atender todas las necesidades del hijo. Una necesidad de los hijos es poder contar con la autoridad parental, necesidad que continúa completamente vigente.
El reconocimiento de la autoridad es también el reconocimiento de una diferencia: no hay simetría entre padres e hijos, por más cercanía que pueda haber en el vínculo. Es una diferencia irreductible, radical y de gran carga simbólica, que también promueve un ordenamiento. Ser adulto o ser el niño, ser quien se hace cargo o ser dependiente, ser protector a ser el protegido. Aquí la pregunta de si primero viene el huevo o la gallina no es pertinente: la parentalidad siempre está primero, es la que da cuentas del hijo, del niño.
El fondo de la cuestión con la autoridad continúa siendo el mismo de siempre, aunque coexista con nuevas concepciones, con nuevos fenómenos y con cambios estructurales. No puede no estar presente, en tanto que es un componente fundamental para la organización y el ordenamiento de la vida familiar, de la vida psíquica del niño y de su vida social. El cambio principal está en las formas que puede adquirir actualmente, que difícilmente será como la de antes, con más componentes autoritarios y de sesgos paternalistas.
Cada padre, cada madre lleva incorporada una inscripción personal sobre la autoridad, fruto de su experiencia infantil y familiar básicamente, y de las modificaciones e incorporaciones sociales de la adolescencia y de la juventud. El reto está en ir construyendo una forma de autoridad común, familiar, sin dejar de conservar aspectos diferenciales. De aquí derivan algunos conflictos serios en la pareja y en la familia (enfrentamientos, discusiones, competitividad.)
La vida institucional y la presencia del maestro y de su palabra contribuyen a organizar y ordenar las relaciones entre los niños, incluidas las normas de convivencia. Cuando esto no sucede son los mismos niños quienes instauren su propia ley. Fenómenos como el buling y las formas perversas de placer sexual (abusos, violaciones) entre niños y adolescentes hacen pensar en fallos de la inscripción de autoridad en algunos alumnos. No tienen suficientemente incorporado el reconocimiento de una ley o normativa que lleve a la censura de ese sí mismo, a refrenar la agresividad, y a reconocer los limites o las condiciones para una relación sexual. Tampoco para maestros y profesores es tarea simple sostener estilos de autoridad adaptados a la actualidad. La presión y las desautorizaciones parentales y sociales no contribuyen a ello.
Pero no alcanza con tener la autoridad, aún hace falta un proceso muy íntimo y personal que es la propia autorización, que consiste en encarnar esa autoridad, incorporarla, hacerla propia. Es un proceso de aceptación ligado a asumir la responsabilidad radical de la parentalidad. Es un reconocimiento de si mismo como autoridad, que es una forma de renunciar a ser el niño, de renunciar a estar en función de hijo porque ahora él o ella es el padre o la madre. Es un proceso de habilitación de si mismo que favorece cierta toma de conciencia y anima a sostener una posición activa.
Autorizarse para tomar decisiones, para interpretar lo que le sucede al hijo, y para proveerle de lo que necesite. Autorizarse para crear y hacer valer una normas familiares que han de ordenar la convivencia y el funcionamiento familiar. Autorizarse para gobernar, conducir, dirigir la formación del hijo como sujeto, para transmitir los valores parentales y tender puentes para su socialización. Autorizarse para sostener una posición propia sobre la crianza, sobre la familia y para defenderla ante terceros, sean de la propia familia, de otras familias o de instituciones.
El estar presente, el formar parte de los momentos significativos de la vida del hijo, lo compartido con él. El vínculo acumula el conocimiento y el saber que el padre o la madre tienen de su hijo, del tiempo de vida que llevan unidos.
Muchas intervenciones profesionales e institucionales tienden a infantilizar a los padres, a generar dependencias con el profesional más que a hacer propia la función. En esta línea se inscribe el desafortunado título genérico de las llamadas “Escuelas de madres y padres”. Justamente, es algo personal y no escolar, no es algo que alguien más formado y capaz te vaya a facilitar o a dar, ni siquiera a enseñar.
¿Cómo pensar formas de acompañamiento a los padres a lo largo de estos años de crianza?
Espacios, tiempos ,actividades que promuevan el intercambio, la escucha, la reflexión, la apertura de preguntas que favorezca la construcción de respuestas personalizadas, propias de cada quien. Profesionales que dejen espacio para la ignorancia y para el posicionamiento subjetivo. “¿Y tú como lo ves?”. “¿Y el padre qué dice?”. Quizás la mejor intervención del profesional consista en dar lugar al saber del padre y de la madre, sin desautorizarles.
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