Eichmann en Jerusalén: cómo se puede ser un genocida sin haber matado a nadie

Lumen reedita el testimonio de Hannah Arendt sobre el juicio al oficial de las SS que organizó la deportación de los judíos para su exterminio

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Hannah arendt 0

 

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La filósofa y escritora judía de origen alemán Hanna Arendt publicó Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal en 1963 y Crítica lo reedita ahora, algo más de medio siglo después, cabe decir que muy oportunamente, habida cuenta de la reaparición de inquietantes indicios de antisemitismo. Hagamos memoria: en 1960 un comando del Mossad capturó en Buenos Aires a Adolf Eichmann, un teniente coronel de las SS que se especializó en cuestiones judías y que, cuando Hitler decidió la «solución final», es decir, el aniquilamiento de la población judía, asumió la logística del transporte necesario para ello. Juzgado en Jerusalén al año siguiente, fue condenado a muerte y ejecutado. Arendt asistió al juicio como periodista y escribió crónicas sobre su desarrollo que, convenientemente ampliadas, editó seguidamente en forma de libro.


Puntualiza la autora que “el objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo”. Recuerda que, inicialmente, y de acuerdo con los proyectos nazis, el funcionario de las SS trabajó en la evacuación de la población judía con la vista puesta en la creación de un Estado o protectorado sometido a Alemania, bien en Madagascar o en Polonia, pero el inicio de la segunda guerra mundial hizo inviable este proyecto y se optó entonces por el exterminio.


Arendt analiza cuáles fueron las responsabilidades de Eichmann y determina que “jamás asistió a una ejecución masiva… ni a la selección de aquellos que aún podían trabajar… sólo vio justamente lo necesario para estar perfectamente enterado del modo en que la máquina de destrucción funcionaba”. Ahora bien “como sea que no se dedicó a matar, sino a transportar quedaba abierta la cuestión, por lo menos desde un punto de vista formal, legal, de si sabía o no el significado de lo que se hacía y si era jurídicamente responsable”. Cabe colegir razonablemente que Eichmann sabía que la mayoría de sus víctimas estaban condenadas a muerte “pero carecía de autoridad para determinar quienes debían sobrevivir y quienes debían morir”.


Arendt, que elogia la actuación del presidente del tribunal y critica tanto la del fiscal, como la del defensor Servatius, recuerda que nunca se pudo probar que Eichmann matara personalmente a nadie, pese a lo cual “no cabe siquiera discutir que hizo cuanto estuvo en su mano para que la solución final fuera verdaderamente definitiva”.


No olvida de las complicidades habidas en el genocidio por parte del empresariado alemán que mantuvo excelentes relaciones con las SS, y añade que “no había ni una sola organización o institución pública en Alemania que no colaborase en actos o negociaciones de índole criminal”. 


Curiosamente descubre que hubo dirigentes nazis vinculados al exterminio como Heydrich o Milk que eran medio judíos. Tampoco escatima las críticas a los propios notables de su etnia, particularmente a los llamados “consejos judíos”, que no dudaron en colaborar con los nazis en el marginamiento de su propio pueblo y en las campañas de evacuación. Y analiza la situación que se planteó en cada país ocupado porque no todos obraron igual: la Francia de Vichy accedió a deportar a los judíos extranjeros o apátridas, pero no a los franceses; Hungría se negó a hacerlo hasta 1944; la Italia fascista, pese a haber dictado normas legales represivas, saboteó en realidad las deportaciones; Bulgaria no las permitió nunca y Dinamarca hizo posible que los judíos huyeran a la Suecia neutral.


El juicio no reveló cómo el Mossad descubrió a Eichmann, aunque añade que lo raro es que no le encontrase antes por la notoriedad con que había vivido en Argentina. En todo caso “aun cuando el fiscal y la sala jamás reconocieron que el «rapto» fue un «acto de Estado», tampoco lo negaron”. Concluye que “las irregularidades y anomalías del proceso de Jerusalén fueron tantas, tan diversas y de tal complejidad jurídica que oscurecieron el procedimiento, al igual que han hecho en los textos, sorprendentemente escasos, publicados tras el juicio, los centrales problemas morales, políticos e incluso legales que el proceso inevitablemente tenía que plantear”. 

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