Salazar y Franco, dos personajes llenos de ambigüedades que se respetaron pero no llegaron a ser buenos amigos

El devenir político de la península ibérica durante buena parte de siglo XX estuvo determinado por dos autócratas que coincidieron en el tiempo, pero fueron antitéticos: Antonio Salazar, presidente del Consejo de Ministros de Portugal y Francisco Franco, jefe del Estado Español.

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Libros.La increíble historia de Antonio Salazar

 

El devenir político de la península ibérica durante buena parte de siglo XX estuvo determinado por dos autócratas que coincidieron en el tiempo, pero fueron antitéticos: Antonio Salazar, presidente del Consejo de Ministros de Portugal y Francisco Franco, jefe del Estado Español. Sobre este último disponemos de una información exhaustiva, porque son muchos los libros que se han publicado, pero en cambio los españoles lo desconocemos casi todo de la persona que gobernó nuestro país vecino durante 40 años, cuatro meses y 28 días, hito en la que ganó al generalísimo.


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Pero ¿quién fue el autócrata luso, al que en España conocemos como Oliveira Salazar? Lo explica el periodista Mario Ferrari en “La increíble historia de Antonio Salazar, el dictador que murió dos veces” (Debate), un título que vine muy a propósito de la surrealista situación que se produjo cuando el longevo presidente del Consejo sufrió un accidente vascular que hizo temer por su idoneidad psíquica para seguir gobernando. La clase política portuguesa, en connivencia con el presidente de la República, Américo Tomás, decidieron exonerarle del cargo, pero sin atreverle a decírselo al interesado, que recuperó en alguna medida durante cierto tiempo sus capacidades intelectivas. Habiéndole sustituido en el cargo Marcelo Caetano, hubo que montar una pantomima para que Salazar creyese que seguía gobernando, al extremo de organizarle audiencias, despachos con ministros que ya no lo eran y hasta una edición especial del ”Diario de Noticias” de Lisboa que seguía citándole como presidente del Consejo. Una ficción teatral que acabó siendo descubierta por el diario francés “L’Aurore” con el consiguiente escándalo internacional.


Ferrari describe un personaje surgido del Portugal profundo (había nacido en Vimieiro, en un “Portugal provinciano, católico, brumoso y hosco”), que pasó por el seminario, vivió la inestabilidad política que siguió a la desaparición de la monarquía y debutó en política en los grupos católicos, habiendo entrado en el parlamento en 1921 y asumiendo a regañadientes en 1928 el nombramiento de ministro de Finanzas (“aceptó como si fuese un sacrificio”), pero que desde entonces ya no abandonó el poder. Fue un hombre culto (profesor de la Universidad de Coimbra, decía que no necesitaba libros porque “los tengo en la cabeza, no necesito tenerlos en los estantes”) y “hacía gala de un conocimiento inusitado de los lugares y las personas”, pese a no haber viajado nunca fuera de Portugal (salvo a España) y ni siquiera a sus colonias. Era metódico y de costumbres fijas, “no daba nunca más de veinte pasos, ni decía más de veinte palabras”, “vivo, pero ausente, distante y frío, que aborrecía el poder de las multitudes”, más misántropo que misógino (se le atribuyeron amoríos con algunas mujeres, pero se duda que llegase a estar casado, aunque tuvo siempre una mujer a su lado, la gobernanta Dona María) e hizo gala de una indiscutible austeridad de vida (en el palacio de Sao Bento los gastos de la planta baja, que era la zona oficial, los pagaba el Estado y los del primer piso, donde vivía, los satisfacía de peculio) al extremo de que murió pobre.


“Salazar se convirtió en el estratega de un pragmatismo táctico y realista de claro matiz nacionalista y soberanista”. Creador del “Estado novo”, “la suya fue una «revolución nacional» de fachada, que no cambió la mentalidad de la gente, ni llevó a la modernización y se limitó a estabilizar el poder entregándoselo a las mismas personas durante casi medio siglo”, por lo que “acabó convirtiéndose en “un sistema híbrido entre corporativismo, estatismo y liberalismo económico” con algunos toques del fascismo italiano, una “mezcla de autarquía, autoritarismo y sobriedad. “Dedicó toda su vida a consolidar su poder” lo que le llevó a la persecución de cualquier disidencia, para lo que se valió de una policía política, la PVDE/PIDE, que utilizaba la detención arbitraria, la tortura, el encarcelamiento y el destierro (fue famoso el campo de concentración de Tarrafal en Cabo Verde) y que no dudó en llegar al asesinato (caso de Humberto Delgado, ultimado con su secretaria en Badajoz).


Consciente de “la fragilidad del militar portugués, la vulnerabilidad del imperio colonial y la falta de afanes expansionistas o irredentistas” practicó una política prudente durante la segunda guerra mundial y “tejió una estrategia común con Franco gracias a la mediación de su hermano Nicolás”. Con el jefe del Estado español se encontró siete veces, pero Ferrari opina que “eran dos personajes llenos de ambigüedades, que se respetaron, aunque nunca llegaron a ser buenos amigos, ni dieron muestras de simpatía mutua”. Parece que el caudillo se entendía mejor con los sucesivos presidente de la República, que fueron siempre militares (Carmona, Craveiro Lopes, Tomas).


El político que supo mantener a su país al margen de la contienda mundial quedó atrapado luego en un sinnúmero de guerras coloniales que hundieron la economía, arruinaron a la juventud y a la postre acabaron por provocar la caída del régimen cuando él ya había fallecido. Algo que, en vida suya, no lograron ni los golpes de Estado (Marineiros, Botelho Moniz), ni los tres atentados que sufrió “Su Eternidad”, como le llamó irónicamente el papa Pablo VI.


Una única reserva a la obra de Ferrari: al referirse a la humanitaria labor desarrollada por Sousa Mendes, cónsul portugués en Burdeos, en favor de los judíos, la compara con la de Perlasca en Budapest, cuando el verdadero protagonista de esta última acción fue el diplomático español Sanz Briz y el italiano únicamente su colaborador y continuador.  

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