Haciendo el debido seguimiento al proceso político venezolano, observamos con preocupación el fenómeno de crecimiento y consolidación de algunos rasgos de barbarización de la vida cotidiana en nuestro país. Ellos ponen en serio peligro al proceso bolivariano, más que las acciones de la oposición, a veces vacía, superficial y hasta temeraria.
Hoy asistimos al desmadre de algunos “monstruos y calamidades”.
El primero de los monstruos es la transformación de la delincuencia en “Sistema delictivo organizado” que en el lenguaje popular se expresa en “inseguridad”; y es que el sicariato, el robo de 100.000 teléfonos celulares al año y de un número significativo de automóviles, los secuestros express, los atracos en la calle y los asesinatos (27.000 por año), el tráfico y microtráfico de drogas, los ataques sistemáticos a las acciones de protesta de la gente y también de la oposición, ya no pueden seguir siendo atribuidos a la acción particular de unos cuantos des-adaptados sociales. La magnitud del monstruo es tal que los mecanismos de intervención diseñados (más de 20 “planes de seguridad” fallidos) han encontrado obstáculos formidables y tenido una baja eficiencia. Muestra palpable es la cantidad de muertes violentas, muchas de ellas por “motivos banales” o por lucha entre bandas o grupos organizados, incluidas las cárceles fuertemente custodiadas por la “autoridad”. Como ruido de fondo y asociado a él, encontramos el aumento de la agresividad ciudadana, la violencia doméstica y de género, y ahora la violencia escolar.
El segundo es la “burocracia genéticamente incompetente e insensible”, que, con contadas excepciones, ha mostrado una incapacidad constitutiva para ejecutar lo mínimo que les está asignado, al tiempo que actúa como expresión del concepto de “banalidad del mal” que acuñara Hannah Arendt, es decir, ese conjunto de funcionarios que consume su tiempo en actividades “no programadas” y cuyo desempeño está desvinculado de las consecuencias. Las gestiones institucionales y el abuso de los requisitos, la basura, los huecos, la vialidad urbana y rural, el tránsito, el transporte público, el agua, las fallas de electricidad, la construcción de capa caída, la producción y distribución de alimentos, el funcionamiento de hospitales, escuelas y universidades, las catástrofes socio-ambientales y las “tomas o custodias” de espacios públicos o privados, son perlas de ese collar. El impacto de la operación de este monstruo es incalculable en términos de productividad, eficacia y eficiencia de la gestión, efectividad del gasto público, tiempo invertido y bienestar ciudadano.
El tercero de los monstruos es la “corrupción”, que encuentra espacio libre para actuar de mano de la burocracia insensible e ineficiente, y de la impunidad. Alguien estimó en 60 mil millones de dólares anuales el monto del “by pass” que la corrupción le ha aplicado al gasto público en los últimos 10 años. Otros opinan que se acerca a la cifra que los estudios realizados le asignaron a la corrupción de los gobiernos anteriores, es decir, un 30 % del presupuesto nacional. Hay pocos espacios de la administración pública y de la gestión de gobierno, incluidas las gobernaciones, alcaldías e instituciones autónomas, donde esta “mano negra” no se muestre en toda su obscenidad.
Como consecuencia de la actuación combinada de estos tres monstruos, se ha instalado una percepción de la vida cotidiana como “calamidad” que se expresa de múltiples maneras. Pero sobre todo, como angustia, como una suerte de agobiante “tensión ambiental” que nos afecta cada vez que salimos a la calle (motorizados, trancas y protestas, arrebatones, empujones en el metro, balaceras, secuestros, ruido de ambulancias, basura acumulada, etc...); cuando la escasez de productos (real o artificial) nos convierten en compradores compulsivos itinerantes (y hasta en acaparadores-contrabandistas)) para poder completar la lista; cuando las diligencias administrativas (permisos, licencias, renovaciones, etc.), devienen fuente de frustración y pérdida de horas útiles, además de mermas al patrimonio monetario.
Ahora bien, que la delincuencia sea un producto natural de una sociedad cuyo “leit motiv” es el consumo y el lucro, se entiende. Que el sistema político anterior haya estado fundado en la corrupción, es cosa obvia. Que el burocratismo sea una enfermedad consustancial a todo el entramado organizacional venezolano desde la colonia a nuestros días, es asunto que se cae por lo maduro.
Lo que no se entiende, es que un proceso político que nos prometió y se propuso refundar la república con todo su modelo de relaciones sociales (incluido el marco ético de la nueva conciencia ciudadana), no haya podido en estos largos años dar pasos contundentes en el camino de derrotar estas lacras.
Los costos políticos derivados de los devastadores efectos de la delincuencia organizada, del burocratismo ineficiente y la corrupción, así como de la sensaciónde vivir en calamidad, se está sintiendo de manera agobiante. Lo peor que puede ocurrir -y ya está ocurriendo- es que este estado de cosas se “normalice” de tal modo que ya sea demasiado tarde para revertir la maldición y vivir en Venezuela se vuelva, definitivamente, en una calamidad.
Escribe tu comentario