Regreso de “El principi d’Arquimedes”, una de los grandes éxitos del teatro catalán contemporáneo (Texas)

Josep Maria Miró analiza la distinta valoración que pueden tener ciertos actos humanos y la forma en que las redes pueden utilizarlos para destrozar a una persona

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Uno de los actores de la propuesta. Foto: Espai Texas

 

Acudo por primera vez al Espai Texas para ver teatro y me llama la atención observar la actividad que se detecta en su vestíbulo. Bien es cierto que se inicia el fin de semana, pero también lo es que la recuperación de este antiguo cine de barrio y su conversión en multisalas para el desarrollo de diversas actividades culturales parece que ha recibido una excelente respuesta. La sala teatral se ha estructurado de forma bifronte, es decir con el espacio escénico situado entre las dos hileras de butacas, análogo al de algún otro teatro barcelonés (por cierto, con aprovechamiento máximo del espacio, lo que implica que el espectador disfrute un confort análogo al de la sala grande del TNC, el lector habitual ya me entiende) 

Esta ruptura de la cuarta pared invita sin duda a una mayor implicación del público en la acción dramática, algo que conviene muy especialmente a la obra que se presenta en estos momentos. Nos referimos a “El principio d’Arquímedes”, texto de Josep Maria Miró que, estrenado hace poco más de diez años, ha alcanzado una notable repercusión internacional. Trata de las consecuencias que un acto aparentemente baladí puede tener en la vida de las personas, e incluso de las instituciones. Tal es el caso de cierto monitor de natación que pretende cauterizar el miedo de uno de sus alumnos infantiles dándole un beso. Acto que hasta ayer mismo hubiera pasado desapercibido, pero que los criterios actuales de sensibilización sobre la protección a la infancia pueden transformar si no en delictivo, sí al menos en harto sospechoso, sobre todo cuando se pretende conectar con la identidad sexual del actor, considerada por algunos “diferente”. Semejante hipótesis puede ser suficiente para provocar la ruina de éste, sobre todo cuando la reacción de la familia del menor encuentra eco en las redes y da lugar a un vendaval capaz de reacciones colectivas de carácter emocional. El autor invita con ello a valorar si un hecho anecdótico de semejante tenor permite valorar adecuadamente ciertos actos con discutibles criterios morales y, desde luego, pone en tela de juicio la correcta utilización de las redes cuando se hace sin medir su inevitable repercusión sobre la vida de los demás.

Leonardo V. Granados ha recuperado este texto y ha contado para ello con Marc Tarrida, Sandra Monclús, Eric Balbàs y Jordi Coll, que se desenvuelven con toda propiedad en el espacio escénico carente, como decimos, de cuarta pared, lo que les permite entrar y salir por cualquier de los ángulos del mismo. A la correcta interpretación de todos ellos contribuye sin duda una buena iluminación de Silvia Kuchinow pero, sobre todo, una cuidadísima utilización del sonido creado por Guillem Rodríguez que le ha conferido una intensidad capaz de provocar el sobresalto del público (con una fuerza tal que es capaz de ser detectado incluso físicamente por el espectador) lo que le da un tono que favorece una cierta sensación de miedo, casi de terror e invita a colegir un ambiente de tragedia. Lo que no es tal porque Miró no quiso concluir el eje temático de forma desagarradamente dramática sino abiertamente, permitiendo que el espectador obtenga sus propias conclusiones.

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