“Compto cada passa meva sobre la Terra”: el quiosco de prensa como atalaya de la sociedad (Atrium)

Un monólogo sobre la experiencia de un personaje menor que contempla el mundo que le rodea desde su minúsculo quiosco

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Oriol Genís
Oriol Genís - EP

 

Los urbanitas de mi generación y de otras anteriores tenemos muy presente la figura del vendedor de prensa, bien del quiosquero que comercializaba periódicos desde un punto de venta fijo, bien de aquellos otros deambulantes que ofrecían su mercancía a voz en grito por las calles y, sobre todo, en las bocas de metro (en especial los diarios de la tarde). Todavía recuerdo el pregón con el que anunciaban estos últimos las cabeceras que ofrecían a los transeúntes, en no pocos casos anunciando la noticia más llamativa de la jornada. Un mundo prácticamente desaparecido y que ha acabado reconvirtiendo los pocos quioscos que sobreviven en tiendas callejeras de productos turísticos.

La dramaturga Lluïsa Cunillé pertenece a una generación que pudo todavía comprar el periódico en la calle y ello le ha servido para imaginar cómo debía ser la vida de un quiosquero, disciplinadamente situado en su punto de venta y desde el que establecía relaciones bien de cierta complicidad con sus clientes más asiduos, bien efímeras con los ocasionales, mientras observaba atentamente el torrente humano que pasaba a lo largo del día ante su establecimiento.

Con estos mimbres escribió un monólogo en el que su protagonista, quiosquero por tradición familiar, casado con la hija del domador de elefantes del Gran Circo de Bratislava, revela su visión del mundo que le rodea y cómo, desde la talaya de su puesto de periódicos, es capaz de descubrir aspectos, detales e incluso, en algún caso, secretos inconfesables de los viandantes. Un universo personal e íntimo pero que decide revelar a un invisible compañero de habitación en el centro sanitario donde va a ser intervenido quirúrgicamente.

Xavier Albertí, que ha trabajado estrechamente con Cunillé durante muchos años, ha dirigido el montaje de este texto dramático para el que escogió a un actor veterano, Oriol Genís. Situado delante de una camilla hospitalaria como único elemento decorativo, el intérprete, vestido con una modesta bata de papel, como la que nos obligan a ponernos cuando vamos a ser sometidos a un acto quirúrgico, desgrana su discurso con una absoluta parvedad de movimientos. De hecho permanece casi inmóvil durante toda la función e incluso es parvo en su gestualidad. Parece evidente que esta austeridad interpretativa contribuye a subrayar la insignificancia del personaje, lo que no excluye el interés de lo que explica a su ocasional contertulio. Tal ejercicio no está exento de riesgo y obliga al actor a poner el acento en la expresión de la palabra, algo que hace con habilidad, elegante discreción y un tono de voz -¡loado sea el Señor!- claro e inteligible en estos tiempos en que se impone desde algunos escenarios el susurro punto menos que inaudible.


 

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