18.000 notificaciones de expulsión y el fin de las ‘Golden Visas’ en Lisboa

El pasado 17 de mayo, Portugal vivió un terremoto político cuya sacudida tiene como epicentro la gestión de la inmigración.

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Lisboa una de las ciudades más afectadas de Portugal por la subida del precio de la vivienda/ Foto de Archivo

 

Durante la última década, el país luso ha abierto sus fronteras de par en par para acoger a quienes llegaban sin permiso de residencia, impulsado por la ambiciosa política de “puertas abiertas” del primer ministro António Costa. Sin embargo, esa apuesta –que arrancó en 2015 con una ley de extranjería más laxa y tocó su punto álgido durante la pandemia con regularizaciones exprés– ha desatado un choque de realidades: la bonanza económica que prometía ha chocado contra la escasez de viviendas, la tensión social y el descontento político que impulsó a la extrema derecha hasta rozar la segunda fuerza en las urnas.

Desde 2017 hasta hoy, la población extranjera se ha disparado del 4 % al 15 % del total de residentes, situándose en 1,6 millones de personas. Un flujo heterogéneo: hay nómadas digitales atraídos por el clima y la fiscalidad, trabajadores comunitarios que buscan mejores oportunidades y solicitantes de asilo que huyen de conflictos. Mientras tanto, los sectores productivos –construcción, agricultura– veían cómo se evaporaba la mano de obra portuguesa hacia mercados más lucrativos y encontraban en el inmigrante el salvavidas que necesitaban para no colapsar.

Pero la fiesta demográfica ha tenido un coste inevitable. En Lisboa, el alquiler medio pasó de 4,3 € por metro cuadrado en 2015 a 15,8 € en 2024, un brutal aumento del 267 % que dejó a cientos de miles de habitantes al borde de la exclusión. Si bien el salario medio subió, no acompañó ni de lejos ese ritmo; el resultado fue un mercado inmobiliario sobrecalentado y la proliferación de pisos turísticos que estrangulaban la oferta para los residentes de largo plazo.

Fruto de esa presión, el Ejecutivo socialista reculó. Entre 2023 y 2024, el Gobierno recortó incentivos fiscales a los residentes no habituales, limitó los regímenes especiales para nómadas digitales y cerró el grifo de las ‘golden visas’ que había convertido a barrios históricos en una pasarela de inversores extranjeros. Paralelamente, endureció las restricciones a las plataformas de alquiler vacacional, con el objetivo declarado de enfriar el mercado residencial.

Las medidas, sin embargo, no han bastado para aplacar el malestar. El desbordamiento de la sanidad pública, los atascos administrativos en los centros de regularización y la sensación creciente de abandono en las áreas rurales –antes receptoras casi exclusivas de migrantes– alimentaron un clima de crispación social. Fue el caldo de cultivo perfecto para André Ventura y su partido Chega!, que capitalizó el temor y el rechazo a la “invasión” hasta rozar la segunda plaza en el Parlamento.

La victoria del centro-derecha, con Luís Montenegro al frente, marca un giro de timón. El nuevo primer ministro anunció la notificación de 18 000 extranjeros en situación irregular para que abandonen el país en 20 días, mientras refuerza los controles en fronteras y agiliza los procesos de deportación. También abre la puerta a una revisión más estricta de las políticas de asilo y refugio, advirtiendo que “quien no cumpla las reglas, se irá”.

El dilema que enfrenta Portugal es global: cómo combinar la necesidad de mano de obra y rejuvenecimiento demográfico con el derecho a una vivienda digna y la cohesión social. Cada ajuste normativo rebota en la opinión pública y en los mercados. Si hoy se busca un punto de equilibrio, mañana podría desmoronarse con nuevos vaivenes políticos.

El desafío consiste ahora en diseñar una política migratoria sostenible, que reconozca el valor económico y cultural de la inmigración sin dejar en la estacada a quienes ya llaman hogar a este país atlántico. Eso pasa por ampliar el parque de viviendas sociales, reforzar los servicios públicos y crear rutas legales de acceso al mercado laboral. El reloj avanza y Portugal debe demostrar que su historia de apertura, forjada en la crisis y templada en la bonanza, puede adaptarse con responsabilidad al pulso de la democracia y la economía global.

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