“El mapeador de ausencias”: el difícil reencuentro de la sociedad mozambiqueña con las huellas coloniales
Couto, él mismo fruto de aquella experiencia colonial -hijo de portugueses, pero nacido en Mozambique, o sea, criollo- refleja muy bien la coexistencia de dos mundos que vivían en el mismo espacio, pero anímica y espiritualmente separados y en el que cada cual tenía su lugar del que no debía moverse salvo por razón muy justificada.
El irreprimible etnocentrismo occidental suele ignorar la riqueza de la narrativa africana que cuenta con autores consagrados cuya expresión literaria está por lo general vinculada a las tras grandes lenguas que dejó la herencia colonial: francés, inglés y portugués. A este último ámbito idiomático pertenece el mozambiqueño Mia Couto del que Alfaguara acaba de publicar su última novela titulada “El mapeador de ausencias” (“mapear”: “trazar un mapa o la distribución espacial de un conjunto de elementos de un mismo tipo o categoría”) .
Couto, él mismo fruto de aquella experiencia colonial -hijo de portugueses, pero nacido en Mozambique, o sea, criollo- refleja muy bien la coexistencia de dos mundos que vivían en el mismo espacio, pero anímica y espiritualmente separados y en el que cada cual tenía su lugar del que no debía moverse salvo por razón muy justificada. Una estructura social que contradecía radicalmente la armónica convivencia interracial que era el eje fundamental con el que el régimen del “Estado novo” justificaba la presencia de la metrópoli en aquellas tierras y su pretendida condición de parte integrante de la nación portuguesa.
Un escritor, Diogo, hijo de Adriano Santiago, poeta y opositor al régimen salazarista, regresa a Beira, la segunda ciudad del país en la que nació, donde se encuentra con una mujer mestiza, Liana, que resulta ser descendiente de un antiguo inspector de la PIDE, la temible policía política portuguesa, al que persiguen los fantasmas de su antiguo oficio, y entablan una relación compleja que les lleva a redescubrir los paisajes y los personajes de un tiempo pasado y reencontrar la huella de seres en unos casos atormentados, como la frustrada Julieta local (Ermelina/AlmalindaI) o el supuesto primo Sandro, gay, conscripto y desertor, junto a otros que sobreviven a todos los cataclismos, tales el antiguo sirviente Benedito Fungai o el cura nativo Januario, de turbulentos antecedentes y pecadora conducta.
“El mapeador de ausencias” es una novela laberíntica en la que cada uno de los personajes tiene un itinerario complejo, engarzado en el de los demás, que Couto va desplegando de forma paulatina y a veces contradictoria porque lo que parece en una página puede resultar distinto de lo que se desvela al final, de tal forma que el sobrino resulta ser, el negro ordenado se revela confidente policial, el pescador presuntamente asesinado reaparece vivo, dos suicidas aparentes no lo son y un matrimonio de blancos acaba teniendo… una hija mulata. Todo ello enmarcado en numerosos guiños que hacen referencia a las leyendas y tradiciones autóctonas y al terror que subyace en torno a la inevitable llegada del peligroso ciclón que todo se lo lleva por delante.
Late, en todo caso, un retrato sumamente crítico de la etapa portuguesa en la que imperaba el racismo (“la raza está en el pelo”) y dominaba un insoportable ambiente policial que contaba con numerosos colaboracionistas voluntarios. Ello permitía que el sistema ejerciera una política represiva que alcanzó niveles de auténtico genocidio colectivo. “Estamos matando a inocentes” reconoce uno de los personajes, mientras que cierto capitán aconseja a sus soldados: “Si miráis a los negros a los ojos, tendréis problemas: nunca más apretaréis el gatillo”, lo que lleva a convertir Mozambique en “un inmenso pabellón de fusilamiento”.
Con estos antecedentes cabría pensar que la reconciliación devenía imposible, pero el tiempo todo lo acaba curando o haciendo olvidar. El policía jubilado y derrotado permanece en la antigua colonia independizada y distrae sus ocios jugando al ajedrez con el doctor Natalino Fernandes, disidente al que en su tiempo había perseguido y cuando, ante la extrañeza de Diogo por ver a ambos compartir la mesa, el farmacéutico niega que se hayan hecho amigos: “Yo no diría eso. Solo tenemos el mismo tipo de olvidos”. Y es que en Mozambique quien más, quien menos tuvo o tiene algo que olvidar, aunque sea para poder sobrevivir.
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