Renacimiento recupera las “Siluetas de escritores contemporáneos” de González Ruano

Treinta y tantos apuntes de autores españoles precedidos de una enjundiosa introducción de Miguel Pardeza sobre el autor

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Libros.Siluetas de escritores contemporáneos (1)

 

“Siluetas de escritores contemporáneos” es una de las numerosas obras de César González Ruano, autor de florida y variada pluma, que cultivó diversos géneros con soltura y obtuvo fama, aunque también padeció desventuras. Escrita en Sitges en 1947 y publicada dos años después, Renacimiento la recupera con la adición de una enjundiosa y larga introducción de Miguel Pardeza -ocupa una tercera parte del volumen- sobre dicho autor, su peripecia personal y su obra literaria.

Decir que la escribió en Sitges invita a colegir que lo hizo como solía en aquella época, es decir, sentado y acompañado de un café en una de las mesas del “Chiringuito”, un bar situado cabe la playa de Oro que ha llegado a centenario y todavía luce en su fachada un bello azulejo dedicado al escritor madrileño. Ruanito, como le conocían sus allegados, perdió en cambio la titularidad del jardín aledaño cuando los munícipes de la Blanca Subur leyeron El marqués y la esvástica, un ensayo publicado hace algo más de diez años en el que Rosa Sala y Gerard García Plana le acusaron de haber denunciado a judíos en el París de la ocupación alemana, lo que Pardeza considera un infundio. Lo cierto es que el periodista venal que no tuvo dificultad en cambiar de camisa política e incluso de escribir cuando convino a sueldo -de March o de los alemanes- fue encarcelado en la prisión de Cherche Midi por la Gestapo y se salvó de tan mal trago gracias a las benevolentes gestiones de dos amigos: el doctor Marañón y el embajador Lequerica. Realmente de González Ruano bien se puede decir que la biografía del propio autor superó con creces a muchas de las que escribió sobre otros personajes, de Baudelaire y Unamuno a Primo de Rivera y el general Sanjurjo, pasando por Mata Hari y Raquel Meller. 

Estas “Siluetas” no son sino apuntes posiblemente redactados de memoria, en los que mezcla recuerdos sobre los personajes evocados, los lugares en los que les visitó -por lo general, sus propios domicilios- y algunas anécdotas hilvanadas al buen tuntún. Los hay preclaros (además de los ya citados Unamuno y Marañón, Valle Inclán, Pérez de Ayala, Palacio Valdés, Baroja, Azorín, Blasco Ibáñez, Rusiñol, Pardo Bazán, los hermanos Machado, Marquina, Astrana Marín así como en el apéndice, Gómez de la Serna, Fernández Almagro o Fernández Flórez, pero también aparecen otros cuya fama ha sido más efímera tales Pedro de Répide, el marqués de Hoyos, Enrique de Mesa o Francisco Grandmontagne.

El caso es que a veces no queda claro si elogia o admira a los referenciados. Del tres veces rector de Salamanca dice que “presumía de hombre como al pensar presumía de pensamiento: al escribir, de escritor; al hablar, de gran dialéctico; y al mirar, de que se enteraba de sí mismo y los demás le importaban un pimiento”.

Recordaba que Valle “acostado recibía a los amigos. La mitad de nuestras conversaciones las hemos tenido así: él, en la cama, y yo, en una silla” Y añade: “nunca llegué a tener con él la suficiente confianza para echarme a su lado, lo que hubiera sido más cómodo, pero poco jerárquico”. Azorín, por su parte, le recibió “en una salita sin el menor carácter, con un sofá y unos sillones de esos que tenían los fotógrafos medianos en sus estudiosa principios de siglo. Cuando el visitante tiene curiosidad por el ambiente de un visitado a quien admira, una habitación así le oprime el alma. Ni un libro, ni un cuadro, ni un detalle en que distraer la vista”, mientras que “la sala biblioteca en que nos recibió Ricardo León (miembro del jurado que le otorgó el premio Mariano de Cavia) tenía algo de desgraciado museo de provincia”. 

De Baroja revela que “viste en casa poco menos que como un mendigo. Lleva unos trajes rotos, que parecen arrancados de mala manera de un muerto. Se sujeta los calzones, en los que no queda un solo botón, con una cuerda y siempre parece que viene de andar varios kilómetros por las carreteras. Sin embargo en esos ojillos de campesino hay ternura. En ese desaliño hay señorío”. Y a Blasco Ibáñez le elogia del siguiente tenor: “le asomaba el botijo de la huerta valenciana por detrás de la oreja, pero su naturaleza gordota tenía un nervio evidente. Era personalmente, como en su obra, una catarata sin vigor, ni belleza, pero con una fuerza de conquistador de Indias”. Fintas más o menos malevolentes pero no exentas de gracia.


 

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