“La Revolución Cultural”, una sangrienta maniobra de Mao Zedong para consolidar su poder

El profesor neerlandés Frank Dikötter estudia el gigantesco movimiento que conmovió como un terremoto la vida de millones de personas en la China comunista en los años sesenta y setenta

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Libros.La Revolución Cultural

 

Hay ciertos acontecimientos históricos que el paso del tiempo ha ido desdibujando en la memoria colectiva, pero que en su momento fueron un verdadero terremoto capaz de alterar profundamente la vida de una sociedad como fue el caso de la llamada “Revolución Cultural” ocurrida en China comunista a lo largo de toda una década. Lo ha estudiado con todo rigor el profesor neerlandés Frank Dikötter en su libro “La Revolución Cultural, Una historia popular (1962-1976)” (Acantilado) En realidad y “detrás de todas las justificaciones teóricas -dice el autor- se hallaba la resolución de un dictador que se hacía viejo y quería consolidar su propio papel en la historia mundial. Mao estaba convencido de su propia grandeza, de la que hablaba sin cesar, y se consideraba a sí mismo la luminaria que guiaba el comunismo”.

Dikötter no duda en culpar de aquella gigantesca convulsión a Mao Zedong, al que enjuicia con la máxima severidad. Dice que fue un individuo “frío, calculador, pero también imprevisible, caprichoso y dado a los accesos de cólera”, que “combinaba ideas presuntuosas sobre su propio destino histórico con un capacidad extraordinaria para hacer el mal”. Un individuo que “disfrutaba de la adulación” y “sentía un enorme apetito sexual” pero que a la vez era capaz de organizar gigantescas convulsiones sociales, como la campaña conocida como el “Gran salto adelante” y luego con la “Revolución Cultural” cuando ”se quedó de brazos cruzados contemplando como el país se sumía en el caos”.

De hecho, dicho caos fue provocado por el propio régimen a partir el momento en que el escudero de Mao, Lin Biao, exhortó a los jóvenes a “destruir todas las viejas ideas, la vieja cultura, las viejas costumbres y los viejos hábitos de la clase explotadora” bajo el principio de que “rebelarse no es delito” y con el resultado de que los guardias rojos “empezaron a atacar a personas corrientes, les obligaban a cortarse el pelo, les arrancaban los tacones altos, les rajaban las perneras de los pantalones demasiado ajustados” a la vez que procedían a la quema de libros y la destrucción de monumentos e incluso a acciones tan peregrinas como la lucha contra la floricultura o la persecución de perros y gatos. Al punto de que “la mera supervivencia de una persona corriente llegó a depender de su capacidad para mentir, camelar, ocultar, engañar, hurtar, buscar, contrabandear, trampear, manipular y burlar al Estado de todas las maneras posibles”. Además “todo el mundo comprendió enseguida que la única cultura aceptable consistía en el culto al presidente Mao” por lo que se impuso la posesión, lectura y comentario del “Libro Rojo” que reunía su pensamiento.

Y aunque las peores convulsiones se produjeron inicialmente en Pekín, acabaron extendiéndose por toda China, por la que se desperdigaron los jóvenes revolucionarios viajando y siendo acogidos gratuitamente en una especie de “turismo rojo” estimulado por Mao, siempre propicio a enfrentar a las diferentes facciones del país entre sí, que les exhortó a rebelarse contra sus profesores primero y luego contra los mismos dirigentes del partido comunista (del que por cierto, él era el presidente) con la ayuda del ejército. “Mao empujaba a una facción contra otra con la esperanza de que ninguna de ellas alcanzara la fuerza suficiente para desafiarlo”.

En suma, “había que expulsar periódicamente a enemigos reales o imaginarios de las filas del partido” puesto que, como dice Dikötter “la historia del comunismo es una historia de purgas sin fin” cuyo objetivo es el de “intimidar al mayor número posible de personas”. Tarea en la que no faltaron algunas víctimas ilustres, como el propio presidente Liu Shaoqi, que resultó destituido, maltratado y condenado al ostracismo hasta su muerte. Al cabo, los propios estudiantes, como también numerosos funcionarios del partido, fueron también víctimas de la locura de Mao, cuando a éste se le ocurrió la idea de obligarles a ir al campo para ser “reeducados” por los campesinos. La Revolución Cultural destruyó el sistema económico y provocó una gigantesca hambruna, sobre todo en las zonas rurales, al extremo de que en las zonas rurales hubo gente que llegó a comer barro. 

Todo este proceso se produjo en el contexto del enfrentamiento entre China comunista y la URSS, a la que Mao acusaba de haber traicionado la esencia del comunismo a partir de la denuncia realizada por Jrushchov de los crímenes y desmanes de Stalin y que luego, curiosamente, derivó en el inicio del proceso de acercamiento a Estados Unidos con la “diplomacia el ping pong” y la visita de Nixon.

Cuando murió Mao el 9 de septiembre de 1976 no hubo “ni sollozos, ni lágrimas, tan solo una sensación de alivio”. Aquel sistema enloquecido y siniestro fue rápidamente liquidado por sus sucesores que personalizaron las culpas en Jiang Qing, la viuda del dictador con sus más inmediatos colaboradores conocidos como la “banda de los cuatro”, evitaron nuevas purgas y procedieron a algunas rehabilitaciones. Pero las consecuencias fueron de aquella experiencia fueron dramáticas: la muerte de “entre un millón y medio de personas (aunque) fueron muchas más las vidas destrozadas por las denuncias sin fin, las falsas confesiones, las asambleas de denuncia y las campañas de persecución”. Con el resultado de que “la suma de las opciones que siguieron acabó por empujar el país en una dirección muy distinta de la que había buscado el presidente. En vez de combatir los restos de cultura burguesa, pusieron fin a la economía planificada y vaciaron de contenido la ideología del partido; en definitiva, enterraron el maoísmo”.

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