La reedición de “Siete años en el Tíbet” recuerda que el país más alto del mundo sigue estando ocupado por China

La huida del austríaco Heinrich Harrer del campo de confinamiento en la India en el que fue internado a raíz de la segunda guerra mundial le llevó hasta el Tíbet, un país cerrado entonces a los extranjeros, pero en el que, sin embargo, logró no solo permanecer, sino también incardinarse en la cultura y sociedad locales hasta hacerse amigo y colaborador del Dalai Lama.

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Libros.Siete años en el Tíbet (1)

 

La segunda guerra mundial supuso que los nacionales de países contendientes que residían en territorio de otra potencia contraria fueran internados por ésta como medida de seguridad. Tal fue el caso del deportista y escalador austríaco Peter Harrer a quien el estallido del conflicto encontró en la India colonial británica y fue ingresado en un campo situado en Dheradun del que se propuso escapar para recuperar la libertad en un país cercano pero neutral: el Tibet. Lo consiguió en 1943 al segundo intento, pero el cruce de la frontera supuso el inicio de una larga y asendereada aventura porque el país más alto del mundo, entonces todavía independiente, estaba cerrado a la llegada de extranjeros. En compañía de su amigo Peter Aufschnaiter emprendió una peligrosa travesía de dos años en la que hubieron de salvar obstáculos geográficos -montañas de más de 5.000 metros-, severísimas condiciones climáticas -con temperaturas de menos 30º bajo cero- y la enemiga de las autoridades locales, aunque consiguieron por fin llegar a Lhasa, su capital. Donde curiosamente fueron bien recibidos, acaso porque durante su periplo aprendieron la lengua tibetana y se adaptaron a las formas de vida local. Convertidos con el tiempo en asesores del gobierno, y Harrer incluso en amigo del nuevo Dalai Lama, a la sazón un adolescente en período de aprendizaje de su alto magisterio religioso, se enamoraron del que se convirtió en su país de adopción y en el que permanecieron hasta la ocupación china de 1951.

Harrer relató esta singular peripecia en “Siete años en el Tíbet” que apareció en 1952 y que Libros del Asteroide ha recuperado muy oportunamente. En primer lugar, porque es un apasionante relato de viajes y una excelente fuente de información sobre la vida en unos de los países más desconocidos del planeta. Pero también porque reaviva el recuerdo de su ocupación militar por China Popular, que sigue inalterable setenta y cinco años después.

“Hay que cambiar la mentalidad y tratar de acostumbrarse a los usos y costumbres del lugar” dice el autor, que describe la supervivencia en pleno siglo XX de una sociedad feudal, pacífica, profundamente enraizada en su fe budista y ajena a la inmensa mayoría de progresos de la contemporaneidad. Harrer, que siempre fue respetuoso con este mundo tan alejado del de sus orígenes, fue consciente de que “no hay que presionar a un pueblo para que adopte inventos que están aún muy lejos de su nivel de desarrollo”.

Conoció una sociedad en la que se practicaba la poliandría, en particular, entre hermanos que compartían una misma esposa, la homosexualidad era frecuente -“incluso les gusta verla como un símbolo de que las mujeres no desempeñan ningún papel en sus vidas”-, la función pública estaba en manos de los monjes -con la ayuda de algunos funcionarios civiles-, se planificaban las acciones según las predicciones de dos oráculos, el del Estado sobre asuntos políticos y el meteorológico en cuestiones de su competencia, se practicaba una medicina natural y primitiva -beber la orina del Dalai Lama se reputaba un tratamiento muy eficaz-, se explotaba el oro -parece que abundante- utilizando como herramienta cuernos de gacela y se simbolizaba la amistad con el regalo de bufandas blancas. El autor describe las vistosas, complejas y numerosas ceremonias litúrgicas budistas, así como las vestimentas utilizadas y explica cómo se descubrió en un niño que se convirtió en el actual Dalai Lama la reencarnación de otro anterior.

Un universo condenado si no a desaparecer, sí a transformarse copernicanamente a partir de la última invasión china protagonizada por los comunistas de Mao Tse tung en 1951 y con la que los tibetanos trataron de convivir mediante la firma de un acuerdo conocido como “los diecisiete puntos”. Que no fue respetado y dio lugar a un guerra civil en la que tuvieron destacado protagonismo los hasta entonces temidos ladrones kampa y destacó el heroísmo de un personaje de leyenda llamado Andrungtang. Su inevitable derrota no implicó merma alguna del amor de los tibetanos por su independencia, que sigue representando el Dalai Lama desde 1959 en su por hoy definitivo exilio en la ciudad india de Dharamsala.

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