Títulos nobiliarios

Pablo-Ignacio de Dalmases
Periodista y escritor

Como en nuestro país nos pirra la reescritura del pasado, una de las noticias que han ocupado estos días su lugar en los medios de información es el proyecto de supresión de la mayor parte de títulos nobiliarios concedidos por Franco o por el rey a personalidades que estuvieron vinculadas con el antiguo régimen. No a todas, porque entre los ennoblecidos los había “buenos” y “malos”, una división que invita a sutiles apreciaciones. Sin ir más lejos, nos ha llamado la atención la supresión del ducado de Calvo Sotelo, cuando su primer titular fue asesinado por agentes de policía -ahora le llamaríamos “las cloacas del Estadio”- antes del inicio de la guerra civil en la que no tuvo, por tanto, arte, ni parte; o del condado del Castillo de la Mota, concedido a la pobre Pilar Primo de Rivera, cuya belicosidad fue inexistente y su feminismo tan parvo, pero a la vez tan alejado del actual, como el de la mayoría de sus congéneres de la época; mientras que nos ha sorprendido la ausencia de Dalí, del que se ha “olvidado” muy discretamente su indisimulable franquismo y su apoyo a las últimas condenas a muerte del régimen. ¡Claro que con el pintor de Figueras qué guapo se hubiera atrevido!

 

Como no hay nada nuevo bajo el sol, valdrá la pena recordar que en España este tipo de medidas ya se había adoptado anteriormente. La Casa de Borbón se negó a reconocer los títulos otorgados por el archiduque durante la guerra de Sucesión y luego ocurrió lo mismo con los concedidos por los pretendientes carlistas, mientras que la segunda república los suprimió todos de un plumazo. Pero también hay que decir que lo que se decidió un día se rectificó otro, porque en España las decisiones irrevocables duran muy poco tiempo y las de la segunda república aún menos.

 

La cuestión radica en considerar el significado de la supresión de la mayoría de los títulos nobiliarios del franquismo, habida cuenta que, por los años transcurridos, se puede suponer que todos los galardonados han fallecido. O sea, que los que fueron duques, marqueses, condes, barones o señores murieron como tales sin que nadie les hubiera desposeído, como sí ha ocurrido en vida, por ejemplo, con la duquesa de Palma. Por lo que los descabalgados “post mortem” de su nobleza deben pensar aquello de que “a buenas horas, mangas verdes”.

 

La medida tiene por todo ello visos de ser irrelevante y solo puede interpretarse en lo que respecta al disfrute del título por sus sucesores. Pues bien, no tenemos empacho alguno en afirmar que, en este sentido, sí nos parece acertadísima, aunque harto insuficiente. No porque seamos contrarios a la supervivencia de este tipo de honores, sino por cuanto, en pleno siglo XXI, los títulos nobiliarios deben entenderse como lo que deber ser: una recompensa personal e intransmisible. No tiene ningún sentido que alguien pueda, sin ningún merecimiento, ostentar el título que fue otorgado a un antepasado próximo o lejano en el tiempo, el espacio, e incluso con frecuencia hasta en la relación familiar, como bien saben los expertos en árboles genealógicos que saben pergeñar imaginativas filigranas sucesorias. 

 

Bienvenidos sean, pues, los títulos nobiliarios otorgados por una monarquía a personas merecedoras de ellos. Ahora bien, otorgados a propuesta del gobierno y con carácter vitalicio, sin más. Y añadiríamos que esto es algo que debería hacerse con mayor prodigalidad, puesto que hay numerosísimas conductas que merecerían una distinción de este tenor: artistas de todo tipo, científicos, escritores, personas heroicas y/o de acreditada conducta solidaria, servidores públicos, amén de un largo etcétera. 

 

Para redondear cuanto hemos dejado escrito añadiremos que si Isabel II distinguió a Manuel Mencos y Manso de Zúñiga con el marquesado del Amparo por haberle salvado la vida en el intento de regicidio de la reina cometido en la basílica de Atocha por el sacerdote Martín Merino, el senegalés Mohamed Diuf que salvó la vida de un ciudadano caído accidentalmente a la ría de Bilbao sería merecedor sin duda si no de una merced análoga… como mínimo de un trabajo, una vivienda y un permiso de residencia, cosas mucho más valiosas para él que un marquesado porque, con título o sin él, el africano heroico demostró su nobleza de los pies a la cabeza.

 

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