La hora de los depredadores

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Las más eficaces defensas antiaéreas israelís son burladas mediante una saturación de drones y proyectiles. De este modo, algunos misiles alcanzan su objetivo, sembrando devastación y dolor. El ejército ruso puede enviar millares de hombres a una muerte cierta – “soldados de un solo uso” – para detectar con exactitud las posiciones enemigas. Imponerse por saturación. Esa es la consigna del momento. Las defensas cognitivas de la opinión pública son sometidas también, día tras día, a un incesante bombardeo mediático de saturación. Cada mañana nos trae noticias de una nueva matanza en Gaza, de una nueva amenaza arancelaria de Trump, de la escalada bélica en Oriente Medio ante la cual el mundo entero contiene su aliento… Nos desayunamos con la última pesquisa de la UCO, con el anuncio de una revelación que – “esta vez sí”, jura Feijoo – tumbará al gobierno de Pedro Sánchez… Ante semejante avalancha de estímulos, amplificados por unas redes sociales desprovistas de cualquier filtro de veracidad, resulta cada vez más difícil distinguir los cierto de lo falso. Más aún: la razón se siente impotente y tetanizada… mientras la sociedad se polariza, echando pestes de un sistema democrático que ya no percibe como un amparo frente a la incertidumbre, se torna irritable y bordea la violencia.

              ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Para entender cuanto ocurre es necesario levantar la mirada, otear el horizonte, no permitir que la saturación embote nuestros sentidos. A ese necesario esfuerzo intelectual contribuye un interesante ensayo del politólogo y asesor italo-suizo Giuliano da Empoli“L’heure des prédateurs” (“La hora de los depredadores”), recientemente editado por Gallimard. Hemos entrado en una nueva era. Décadas de globalización neoliberal han engendrado una nueva realidad geopolítica, marcada por el resurgir de las ambiciones imperialistas, así como un desarrollo tecnológico que ha propiciado una reconfiguración de las élites del capitalismo. La escena internacional se puebla de autócratas y la guerra está a la orden del día.

              Quizás no supimos leer las señales de lo que se avecinaba. La primera elección de Trump no fue un accidente de la historia, sino el anuncio de unos inminentes tiempos de caos, furia y fuertes pulsiones regresivas de la civilización y la cultura. Sin embargo, las democracias liberales, embebidas de la ilusión de un planeta regido por las reglas pacificadoras del comercio y capaz de circunscribir en lejanas localizaciones los conflictos armados, se mostraron pusilánimes ante las primeras acometidas del nuevo desorden mundial. “Al ocupar Crimea en 2014, Putin rompió el tabú, laboriosamente construido tras la Segunda Guerra mundial, que prohibía a cualquier país recurrir a la fuerza para modificar sus fronteras. La invasión de Ucrania en 2022 amplificó el mensaje para los más distraídos. La guerra vuelve a estar de moda. Los dirigentes que la invocan ganan elecciones. Y algunos pasan luego a los actos.”

              Efectivamente, no exageraba Bukele – el presidente salvadoreño conocido por sus expeditivos métodos contra las “maras”… y contra quien se interponga en su camino – al afirmar que la reelección de Trump suponía una bifurcación en el devenir de la humanidad. “Lo que ha cambiado en los últimos ocho años – nos dice Da Empoli – es que los cimientos sobre los que se basaba el viejo orden se han desmoronado. Si, a mediados de la década de 2010, los partidarios del Brexit, Trump y Bolsonaro podían aparecer como un grupo de outsiders que desafiaban el orden establecido mediante una estrategia del caos, como harían los insurgentes en guerra contra una potencia superior, hoy la situación se ha vuelto del revés: el caos ya no es el arma de los rebeldes, sino el sello de los dominantes. Si, en Occidente, la primera mitad del siglo XX enseñó a los políticos las virtudes de la contención, la desaparición de la última generación surgida de la guerra ha propiciado el retorno de unos demiurgos que reinventan la realidad y pretenden moldearla a su antojo.”

              El autor nos habla de un momento “borgiano” de la historia, refiriéndose a la figura de César Borgia – encarnación del Príncipe de Maquiavelo, audaz, astuto, resuelto a emplear la fuerza para someter a sus rivales y asentar su poder. Y, ciertamente, desde Oriente hasta la Casa Blanca, pasando por Rusia, Turquía, Arabia Saudí, Argentina o El Salvador – sin olvidar al gobierno de Netanyahu -, el mundo aparece gobernado por una pléyade de caudillos desprovistos de cualquier imperativo moral. Todo ello resulta de una conjunción de factores. En tiempos de la guerra fría, la disuasión nuclear contenía el forcejeo entre las dos grandes potencias. Sin embargo, tras el hundimiento de la URSS, los años expansivos de la globalización han permitido el ascenso de nuevos actores en liza por la hegemonía mundial – China – y el retorno de ambiciosas potencias regionales. La humillante retirada americana de Afganistán, abandonando Kabul a los talibanes, marcó un punto de inflexión en ese sentido. “La evolución del marco geopolítico y los progresos tecnológicos han puesto fin a una fase de relativa calma: el atentado contra las Torres Gemelas, que relanzó la Historia a pesar de su muerte anunciada, costó menos de un millón de dólares. Hoy, un portaviones que le cuesta diez mil millones de dólares al gobierno americano podría ser hundido por dos o tres misiles hipersónicos chinos por valor de unos quince millones. (…) El ataque cuesta mucho menos que la defensa.” He aquí un poderoso incentivo para las guerras.

              Mirando a ese laboratorio de la política que ha sido Italia a lo largo de los siglos, Giuliano da Empoli añade: “En la época de Leonardo da Vinci, las antiguas instituciones, los pequeños Estados y las repúblicas esparcidas por toda la península italiana sucumbieron en su mayoría ante la violencia desatada. (…) Hoy, nuestras democracias aún parecen sólidas. Pero que nadie dude que lo peor está por llegar. El nuevo presidente americano se ha puesto a la cabeza de un cortejo variopinto de autócratas desacomplejados, de conquistadores de las grandes empresas tecnológicas, de reaccionarios y de complotistas impacientes por liarla. Una era de violencia sin límites se abre ante nosotros y, como en tiempos de Leonardo, los defensores de la libertad parecen singularmente mal preparados para la tarea que les espera.”

              ¿Pero, de dónde surge ese ímpetu? De las propias entrañas del capitalismo. Al fin y al cabo, Trump no hace más que estar en resonancia con las tendencias de su época. La globalización dejó tras de sí una legión de perdedores entre las clases laboriosas – a quienes la izquierda dejó en gran medida de hablar – y cuya cólera ha sabido capitalizar la extrema derecha. “Renunciando a transformar, o siquiera a gobernar el capitalismo y a combatir las desigualdades económicas, los demócratas se conformaron con el objetivo más modesto de representar a las minorías. Algo meritorio en sí mismo, pero que no ponía en cuestión las dinámicas que moldearon al conjunto de la sociedad americana desde los inicios de la década de 1980.”

Ese fenómeno se ha conjugado con la propia evolución de una poderosa cohorte empresarial vinculada a las nuevas tecnologías y, muy especialmente, al desarrollo de la inteligencia artificial, sin duda la facción más pujante dentro del capitalismo del siglo XXI. Después de haber sido mimadas por las instituciones, esas industrias, aureoladas de una modernidad disruptiva, han alcanzado una preeminencia que las lleva a querer rebasar las constricciones que aún se derivan de la democracia liberal. Así pues, si una parte creciente del pueblo llano, desengañado y resentido, da la espalda a las instituciones, los caprichosos archimillonarios de Silicon Valley quieren deshacerse del personal que las encarna. Trump es el nexo entre unos y otros. “Los conquistadores de las tecnológicas han decidido desembarazarse de las viejas élites políticas. Si lograsen sus objetivos, el mundo de Lindner (dirigente liberal que quiso razonar con Elon Musk y que éste humilló declarando su apoyo explícito a Alternativa por Alemania) y de todos sus semejantes, liberales y socialdemócratas, conservadores y progresistas, todo aquello que estamos acostumbrados a considerar como el eje vertebrador de nuestras democracias, será barrido del mapa.”

La democracia no supo imponer normas ni restricciones a esos “conquistadores” y a sus plataformas. Creyó que iban a patrocinar una era de libertad cuando en realidad se han convertido en el empuje decisivo del autoritarismo. Del mismo modo que el mercado, abandonado a sí mismo, deviene disfuncional y generador de desigualdad, la digitalización, desgobernada, hace del algoritmo un vector de explotación y opresión humana. “Más que artificial, la IA es una forma de inteligencia autoritaria, que centraliza datos y los transforma en poder.” Sin un cauce democrático, la IA, lejos de generar orden y progreso, engendra caos, expresando de este modo el rasgo más genuino y definitorio del capitalismo en su fase actual senil. “Hoy, en lugar de desarrollarse bajo la tutela del gobierno, como fue el caso de las armas atómicas y otras tecnologías militares, la IA se despliega sin control alguno, en manos de empresas privadas que se elevan al nivel de Estados-nación.”  En ese sentido, concluye Da Empoli“más allá de las preferencias individuales – y por encima de las trifulcas personales entre dos personajes como Trump y Elon Musk, cabría añadir -, la convergencia entre los señores de las tecnológicas y los borgianos es estructural.” “Los individuos y las sociedades tendrán que decidir qué aspectos de la vida reservan a la inteligencia humana y qué aspectos confían a la IA o a la colaboración entre el hombre y la IA.”

Sombrío panorama el que se presenta ante nosotros, temible la alianza que se conjura contra la democracia y la paz. Y, por ende, contra todas las conquistas sociales. Un cambio de época como el que estamos viviendo exige de la izquierda una profunda reflexión estratégica. No hay vuelta atrás. Ya nada será como antes. No nos salvarán las consabidas rutinas de la democracia institucional. Habrá que defender los valores de la igualdad y del progreso, regenerar una democracia avanzada, con mucha mayor audacia. Será necesario que la izquierda redefina su programa de transformación, renovando ideales y trazando un camino de lucha que puede requerir las energías de más de una generación militante. Por supuesto, habrá que empezar defendiendo posiciones. Pero no podemos diferir la tarea de levantar la vista para orientarnos en medio del estrépito y la confusión que reinan a nuestro alrededor.

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