Cuando el odio a largo plazo triunfa sobre la humanidad

Movimiento geopolítico de largo calado de los países fronterizos a Rusia

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La humanidad parece estar suspendiendo en humanidad

 

Por mucho tiempo, el Tratado de Ottawa representó un raro oasis de cordura en medio de un mundo que se ha acostumbrado a la brutalidad. Prohibir las minas antipersona —esas armas baratas, de efecto indiscriminado, diseñadas para mutilar y para mantener poblaciones aterrorizadas mucho después de terminado un conflicto— era, al menos, una declaración de humanidad. Hoy, ese consenso se resquebraja bajo la presión de la guerra en Ucrania.

Firmado en 1997 y en vigor desde 1999, el Tratado de Ottawa prohíbe el uso, la producción, el almacenamiento y la transferencia de minas antipersonas. Es más que un acuerdo de desarme: es un compromiso con la vida y con el derecho de las comunidades a reconstruirse sin temor a pisar la muerte, años después de que los soldados se hayan marchado. También representa la solidaridad internacional, al exigir a los Estados más ricos que ayuden a los más golpeados por la violencia, para limpiar sus tierras y atender a las víctimas civiles inocentes.

Por eso, la adhesión de más de 160 países hizo del tratado uno de los éxitos más palpables del desarme humanitario. Un logro que recordaba que la paz no se construye con discursos, sino con acciones que salvan vidas. Pero este Tratado  joven, y como tantas promesas en Europa, ha comenzado a resquebrajarse en las fronteras con Rusia.

 

Los países fronterizos con Rusia han abandonado el Tratado de Ottawa

Ucrania es el último país que ha decidido abandonar la convención, uniéndose a Polonia, Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania  justificándolo como un acto de supervivencia frente a la “ventaja asimétrica” que Rusia posee en el uso de minas. Moscú, que nunca firmó el tratado, ha sembrado amplias extensiones de territorio ucraniano, obligando a los ucranianos a escoger entre mantener un compromiso moral o renunciar a una herramienta de defensa mientras los drones bombardean y los tanques avanzan. Todas las minas que se coloquen durante este tiempo de guerra, serán los verdugos silenciosos de un niño dentro de diez años. 

Porque las minas antipersona son el arma del odio a largo plazo. No distinguen entre un soldado y una niña que va al colegio, entre el presente de una guerra y el futuro de una comunidad que intenta reconstruirse. Antes del tratado, se contabilizaban más de 20.000 víctimas anuales; hoy, los niños siguen siendo las principales víctimas, con más de 1.400 casos en 2023. Cada retirada del tratado es una condena a prolongar esta tragedia.

Pero el derecho humanitario internacional se encuentra en bancarrota. No  deberíamos normalizar que la única opción de los países fronterizos a Rusia sea renunciar a los principios para sobrevivir. El colapso del consenso sobre las minas antipersona es, en el fondo, un fracaso colectivo: la incapacidad de la comunidad internacional para proteger a las naciones frente a quienes desprecian las normas. Cada mina que se entierra hoy en Europa es un recordatorio de que el mundo ha preferido armarse para resistir antes que construir un orden que haga respetar el derecho humanitario.

Pagaremos este precio durante generaciones. Lo pagaremos en cuerpos mutilados, en tierras sembradas de muerte, en niños que saltan sobre un juguete que estalla, mientras las fronteras de Europa se reconfiguran entre trincheras y campos minados.

La pregunta es si vamos a resignarnos a normalizar este naufragio moral o si aún somos capaces de exigir, incluso en medio de la guerra, que las reglas que protegen la vida sean defendidas con la misma pasión con la que se defienden fronteras que cambian a lo largo de la historia. 

 

 

 

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