Los justos se mojan
Hace unos días he vuelto a ver, casualmente y por enésima vez, Sólo ante el peligro, la mítica película protagonizada por Gary Cooper. Fue rodada en 1952, hace setenta y tres años; sólo hacía siete que el criminal régimen nazi había sido destrozado. El director de la película fue Fred Zinnemann, polaco y judío.
Su título original es High Noon, literalmente: al mediodía o apogeo, en el momento crucial, a la hora de la verdad (que todos estos matices recoge la expresión). El sheriff Will Kane y Amy (Grace Kelly) acaban de casarse cuando corre como la pólvora la vuelta a la localidad de un forajido feroz en el tren de mediodía, recién salido de la cárcel. El juez Mettrick que lo condenó coge sus bártulos y se va con la música a otra parte. Kane le pide que se quede como él y que resistan a quien anuncia venganza, pero Mettick le contesta categórico: "éste es un pueblecito de mala muerte en medio de la nada. Da igual lo que pase aquí. Lárgate". La misma idea debía de tener el resto del pueblo, que prefiere rendirse, quedarse en sus casas y someterse a la fuerza bruta. No hay una segunda parte de la película. Tras cumplir el sheriff su deber moral, libremente asumido, y habiendo logrado derrotar a los matones, el matrimonio Kane reemprende su viaje de novios con la sonrisa amarga de la decepción. ¿Qué pasó luego en el pueblo, cómo prosiguió la vida cotidiana en él? Ya no lo sabemos, pero podemos aventurar que prosiguió la mediocridad, el disimulo y el olvido.
La autora inglesa Julia Boyd centró su libro Viajeros en el Tercer Reich en la percepción que los viajeros a Alemania tuvieron del auge del proceso nazi. Los matones nazis entendían la importancia del turismo como herramienta de propaganda y buscaban la seducción y el engaño en un entorno mental y moralmente enfermo, donde se renunciaba a ver la realidad; "aquello que encuentro tal como lo encuentro". Ahora Julia Boyd acaba de publicar, junto a Angelika Patel, Un pueblo en el Tercer Reich (Ático de los libros), donde analiza la forma en que el ascenso del nazismo impactó en la vida corriente del pueblo bávaro Oberstdorf, un centro turístico con prados y montañas y donde en 1930 se inauguró el teleférico más largo del mundo.
Este pueblo, el más meridional de Alemania, no alcanzaba entonces los tres mil habitantes (ahora son unos diez mil), ninguno de ellos era judío (no era posible, por tanto, hacerles allí un boicot ni martirizarlos); en Baviera sólo lo era un 0,5% de la población. La inmensa mayoría de Oberstdorf era católica (un 90%), mientras que en Baviera lo era el 70% y en el conjunto alemán lo era uno de cada tres habitantes. El clero protestante destacó por sus simpatías nazis, en particular uno de cada cuatro de ellos militaba incluso en el NSDAP.
La presencia de los nazis en aquel pueblo resultó estridente, con distintas facciones nazis activamente hostiles entre sí. Hubo un proceso desordenado de nazificación local, siempre confiando en la escoba de hierro, si bien muy pocos se hacían una idea cabal de lo que estaba por venir: la brutalidad totalitaria.
En 1933, dos días antes de la 'ley habilitante' (que supuso el final de la República de Weimar al quebrar la separación de poderes y permitir encarcelar a cualquiera por el tiempo que se quisiera), un Hitler disfrazado de moderado y de estadista prometió preservar "las grandes tradiciones de nuestra nación" y declaró que con un gobierno firme daría "plena consideración a toda la experiencia individual y humana que haya contribuido al bienestar de la humanidad a lo largo de los años". En muchos jóvenes se disparó un ferviente idealismo deseoso de servir, y llevaban con emoción, orgullo y alegría la camisa parda. Qué engaño, qué desastre.
En otoño de 1944, casi la mitad de los habitantes de Oberstdorf combatían en los frentes de la URSS y del norte de África. Dicen Boyd y Patel que sus habitantes estaban bien informados de lo que ocurría en Dachau (a unos 160 kilómetros de distancia) y sus subcampos. "Conocían de primera mano el trato que recibían los trabajadores extranjeros: la terrible insalubridad, las extenuantes jornadas y la mala calidad de la comida". Quizá entendieran que aquello no era de su incumbencia o que se escapaba de su control.
El nazi Ludwig Fink fue alcalde de Oberstdorf durante once años. Protegió a varias personas judías llegadas al pueblo, una de ellas era la madre de Carl Zuckmayer, guionista de la película El Ángel Azul. Al acabar la guerra se pidió incluir a Fink entre los 'delincuentes mayores'. La sentencia del tribunal lo situó como 'delincuente menor', pero ocho meses más tarde y con la ayuda del testimonio decidido y convincente de Carl Zuckmayer, Ludwig Fink bajó a ser catalogado de 'seguidor' y se le permitió volver a casa.
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