La agarraron entre varios hombres, muy firmes ellos, y con una extrema violencia le pusieron las manos por detrás y las ataron. Ella se defendía y gritaba pero ellos continuaron y la volvieron a atar a los barrotes del bar en que tal escena sucedía. Había unas cuantas personas más que jaleaban a los agresores estimulando un comportamiento, al parecer, merecido por la agredida. Ésta había llegado a un pequeño pueblo huyendo, herida, desorientada y buscando refugio. Fue acogida con cierta inquietud. Nunca dejaron de sospechar de ella aunque solo sabían que había llegado huyendo de un hombre poderoso que la buscaba. Su delgadez ponía más en evidencia su muy alta fragilidad. Su soledad y la temerosa acogida incrementaban la percepción de una comunidad miserable que pedirá un alto coste por el acogimiento. Tal vez no sea su miseria sino la fragilidad colectiva lo que les lleva a sentirse amenazados por una mujer joven extremadamente vulnerable y con evidentes signos de haber sido dañada. La sumisión es el coste de la aceptación. No hay nada del comportamiento de ella en el tiempo que la conocimos que pudiera provocar crítica o sospecha. Tal vez su bondad la hace sospechosa. Amable con todos, colaboradora, solícita en la ayuda y enamorada. Atada, gritando en su desespero, cuenta los abusos a que ha sido sometida por miembros respetados de esa pequeña comunidad. No pueden escuchar sus desgarradoras acusaciones y descargan sus iras sobre ella. La acusan de maldad aunque no saben cuál y se sienten en riesgo ante las fuerzas del orden que la buscan alrededor del pueblo. Se sienten amedrantados por el poder. Todos la acusan y el médico confirma lo razonable de todos los ataques contra ella. “Está enferma. Soy médico y sé cuando una persona está enferma”. Sin compasión porque en ese contexto la enfermedad que él diagnostica es la supuesta maldad que se esconde bajo las apariencias de la locura. Su saber es inapelable. “Soy médico y sé quién está enfermo” es una ruda expresión de la soberbia de un saber que se considera incuestionable e investido de un absoluto poder, el que da poner nombre a lo que le pasa al otro sin que éste tenga derecho alguno a ser escuchado. Pasa cuando el diagnóstico genera una etiqueta que otorga identidad.
No contaré la continuación de esta tremenda escena en la que Virginia, protagonista de la adaptación que hace Silvia Munt en el Teatre Lliure de la obra Dogville de Lars Von Trier, intenta defenderse contando su verdad, la verdad, sin que nadie le preste atención ni se compadezca de lo inhumano de lo que está pasando. Pero esa historia, con matices e intensidades diversas, no es muy diferente a las que con demasiada frecuencia suceden en un alto número de servicios que atienden a personas en situación de fragilidad y desamparo. Hace pocos días se publicaba en la prensa el maltrato producido en una residencia de personas mayores en Madrid. Esa escena no es muy diferente a la que se plantea casi cada vez que una persona ha de ser atada para hacer frente a una situación de muy alta tensión emocional o de crisis. Le llaman contención mecánica aunque solo es lo segundo. Parece que algo de eso es lo que le pasó a Andreas que murió de meningitis hace dos años estando atada durante 75 horas en el servicio de psiquiatría de un hospital en Asturias y cuya historia ha sido abierta judicialmente por sospechas de trato inadecuado y un "tratamiento" mas basado en el estigma que en los síntomas. Movimientos a favor de una salud mental basada en la dignidad y el respeto a los derechos humanos trabajan intensamente por el esclarecimiento de los hechos y la erradicación de los tratamientos coercitivos. La contención es algo distinto a esta violencia de las ataduras.
Dogville mueve a pensar en diversas cuestiones acerca de las experiencias humanas cuando lo frágil se enfrenta a la necesidad de soporte y ayuda y lo que halla es sospecha, ataque y abuso. Porque en esa historia se aborda la fragilidad vinculada a las cuestiones de género, la extranjería, el amor abusivo, la generosidad hipócrita, la maldad, el poder, etc. Pero también hace pensar en el progresivo abandono de la función de cuidado que toda sociedad ha de disponer hacia quienes lo necesitan y de los miedos colectivos que impiden la función solidaria. Es imposible vivir sin los soportes de otros. Y estos se hacen difíciles en tiempos de una incertidumbre cada vez mayor, generada artificial y descaradamente por aquellos que sacan rendimiento al miedo colectivo y ofrecen frente al mismo soluciones que siempre son limitadoras de la libertad y del derecho a la igualdad.
Además de todo ello tan claramente expresado tanto en el film de Von Trier como en su adaptación al teatro con acierto desigual, me llamó la atención algo que quiero destacar: el poder que ejerce el médico sobre aquel pequeño grupo y la soberbia del diagnóstico: convierte a una persona maltratada en una enferma y confunde la declaración de enfermedad posible con una declaración de inmoralidad y culpa. La coartada diagnóstica es muy conocida por frecuente en el campo de la psiquiatría y de los saberes psi. El diagnóstico inapelable y el consiguiente tratamiento sin la voluntad de la persona se convierten en un instrumento de dominación. Usurpa el saber del otro, le dificultad decir su verdad y le deja a merced de aquel que sabe. A mas saber que el profesional supone tener sobre el otro, menor curiosidad acerca de él y de su historia. Quiero decir que nuestro necesario afán y la exigencia ética de formarnos y saber del otro no puede superponerse a su propio saber porque, con mucha frecuencia, cada singular situación contradice, desmiente o matiza ese saber previo y a la vez, enriquece el saber teórico. Por eso que la ética de la ignorancia es una condición para evitar un ejercicio presuntuoso del saber que lo convierte en poder.
Detectar la necesidad, ponerle un nombre o un diagnóstico y decidir la evolución y el tratamiento necesario son modos de ejercer el poder.
El término “empoderamiento” como tantos otros (comunidad, participación, interdisciplinar) ha arraigado en el lenguaje de muchas prácticas. Empoderar al otro se supone que es el objetivo de muchas de ellas. Nunca entendí bien que poder tenemos para dar poder; si acaso de lo que se trata es de reconocer al otro y su poder, capacidad, derecho de decidir sobre sí, es decir de reconocerlo como ser autónomo a quien se debe respeto y consideración. Es decir, lo opuesto a tanta práctica coercitiva que se impone al otro. A veces es bruta, por ejemplo, las ataduras como respuesta a una dolorosa crisis emocional; otras más suave, poner ciertas condiciones para una ayuda.
Si bien la idea de empoderar en la connotación de reconocer poder y capacidad al sujeto para decidir sobre sus modos de vivir y recibir cuidados es interesante no lo es menos la idea de desempoderamiento referida a la acción profesional. Desempoderarse implica reconocer -y rechazar- el poder que individual o colectivamente se ejerce sobre alguien en cualquier relación pero muy especialmente en las relaciones de cuidado. Implica renunciar a la posición que otorga una disciplina, un estatus, un saber engreído que fuerza al otro y le daña en su autonomía y dignidad. Implica estar en vigilancia de sí mismo sabedores de que el abuso del poder sobre el otro forma parte de esa condición humana que cuesta reconocer. Estar en vigilancia de que el riesgo no se produzca es un acto de prudencia y de reconocerse humano y saber que el buen trato exige una mirada atenta. Mirada hacia el otro y su fragilidad y mirada hacia uno mismo frágil también como posibilidad pero poderoso también en tanto en riesgo de ser sostenedor de prácticas o posiciones abusivas.
Trabajar en el campo de lo altamente vulnerable y con personas altamente vulneradas implica una disposición delicada y una cuidadosa atención. Requiere formación y también una predisposición al compromiso y a la permanente defensa de valores, entre los que está el rechazo de un saber arrogante y el poder que puede conllevar su utilización.
Desempoderarse está siendo el esfuerzo de muchos profesionales que, especialmente en el campo de la salud mental, se sublevan frente a maneras de hacer desconsideradas con la persona y se esfuerzan en alejarse de cualquier práctica que se sustente en el poder sobre el otro.
Mientras reflexiono sobre estas cuestiones leo que una mujer joven, se ha suicidado tras decir “no puedo aguantar más ” frente a la publicación de unos vídeos de contenidos sexuales que grabó con su expareja hace ya unos años y que, sin contar con su autorización han circulado por su empresa y otros ámbitos públicos. Intentó parar su difusión pero, al parecer, no contó con apoyos. Ahora todo son expresión de culpabilidades pero lo sucedido no es algo inusual. Esta mujer joven es, como Virginia, como Andreas , víctima de un sistema que desatiende lo humano y se desentiende del sujeto en su fragilidad.
Para Simone Weil : “El mayor apoyo de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre no nos va a dar piedras”. Esas garantías no deberían ser solo para los creyentes. Para todos nosotros el mayor apoyo de nuestra seguridad debería ser saber que siempre va a haber alguien que esté y nos dará buen trato. Esto es lo que constituye el gran valor de eso que llamamos lo humano.
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