La reducción de los recursos humanos desde la crisis de la última década está teniendo efectos muy dañinos sobre la calidad de la atención y sobre los profesionales. La fatiga de éstos y su frecuente desánimo tiene que ver mucho con los sobreesfuerzos que han de hacer para afrontar el incremento de necesidades y demandas con recursos que son claramente insuficientes.
El incremento de las dificultades en las personas y que afectan a su salud y a la calidad de vida no pueden desvincularse de las muy altas situaciones adversas que se vienen produciendo. El incremento del sufrimiento psíquico, las frecuentes condiciones casi infrahumanas en los trabajos, el aumento de los desahucios, la disminución de las rentas o la casi inexistencia de éstas que a muchas personas les hacen depender de los mermados recursos asistenciales públicos o privados; el disparado aumento de personas sin hogar que viven en la calle expuestos a los peligros de la intolerancia, un 75 % en Barcelona en los últimos diez años según datos de Arrels; las serias incertidumbres de la política y de los políticos a quienes cada vez más se les percibe alejados de la ciudadanía y distraídos en la gestión de no se sabe bien qué ideales grave y dolorosamente enfrentados, etc. Y hoy, con el dolor añadido de unas decisiones judiciales que siembran dolor en unos y casi venganza en otros.
En estas condiciones cuesta mucho pensar en una organización coherente de las actividades profesionales. El tiempo que viene, el frio y el incremento de la intemperie afectarán también a las familias y a los profesionales.
El año pasado por estas fechas tuve un resfriado de esos que tantos empiezan a tener en estos días. Llevaba dos días hablando sin que apenas se me entendiera a pesar del esfuerzo que ponía en ello. Recurrí a los remedios caseros y a las orientaciones médicas que en otras ocasiones había recibido: leche con miel, ibuprofeno y algunas pastillas de chupar que me recordaron en la farmacia. El lunes por la tarde, a pesar de sentir cierta mejora, decido consultar. Están cerrando el CAP y me derivan al CUEP situado en el mismo edificio. Me atiende una recepcionista. Espero. Me llaman de Triatge, así se llama el servicio donde una enfermera me hace preguntas genéricas. Varias veces me pregunta si he tenido fiebre. No, le digo. Póngase el termómetro, me dice y tras no más de quince segundos me dice que me lo quiete. 35,4. ¿Ha tenido fiebre? Ay, no, ya se lo he preguntado (al menos tres veces), me dice. La presión bien, etc.
Espero en la sala. Tras dos horas y media. Pregunto cuántas personas hay por delante de mí. Cuatro, me dice. ¡¿Cuatro aún?! Exclamo. ¿Para cuánto tiempo? No puedo decirle, depende, solo tenemos un médico. Me aconseja consultar mañana a primera hora en el Cap. Le hago caso. Llego al ambulatorio a las 8.40. Le atenderá una enfermera, me dice el recepcionista. Me parece bien aunque intuyo que será como ayer. Deben ser los nuevos protocolos, me digo. Espero en los bancos de la consulta a la que me han derivado. Pasa una hora. Son las 9.40. Pregunto qué previsión hay. Tiene hora a las diez, me dice. No lo sabía, le digo. Si no está la señora María entrará usted. ¿Señora Maria? , pregunta. Nadie responde. No está, ha tenido suerte. Entre. Me pregunta lo mismo que la enfermera del día anterior y me hace las mismas pruebas. De mi entrevista de ayer no quedó ningún registro. De nuevo abro la boca, me mira los oídos, me toma el pulso, me pone el termómetro y mide los niveles de saturación de oxígeno. Todo bien. Llama a recepción para decirles que cuando llegue un paciente le digan la hora en que va a ser atendido para que no le pase lo que a mí que no sabía cuándo me atenderían. Adios guapa, se dicen por el teléfono interior y sin mediar palabra se marcha por la puerta izquierda que hay en el despacho. Me quedo solo y sin saber qué espero. Al poco, por la puerta de la derecha y sin previo aviso entra una joven. ¿Dónde está María?, pregunta. No sé, respondo. Al poco viene la enfermera que se había ido sin previo aviso y minutos después llega alguien a quien presenta como la doctora. Igual de amable que la anterior. La enfermera le cuenta lo que le he contado, le médica me pregunta lo mismo que me preguntó aquella y a ambas les cuento lo mismo. La médica me realiza una exploración idéntica a las dos enfermeras anteriores y añade el diagnóstico: todo bien, exceso de moco, a tomar mucha agua, pastillas a desleír en la boca, caramelos y reposo de voz. Cuatro horas en total y tres profesionales ninguno de los cuales ha añadido nada a la intervención del otro. Y, lo digo convencido, todos ellos haciendo todo lo bien que creen poder hacer.
Cuando me marcho siento que algo no está yendo bien. O mejor que algo va mal en nuestras instituciones y organizaciones. Recuerdo que "Algo va mal" es el título de un libro de Tony Judt. Titula la introducción como "Guía para perplejos", el mismo título del impresionante tratado de Maimónides. Comienza diciendo "hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy". Hay algo profundamente inadecuado en la forma en que nuestras organizaciones están haciendo frente a la atención a las personas y en el cuidado a los profesionales que han de llevarlas a cabo. Tengo el convencimiento de que las instituciones se están volviendo contraproductivas y que a éste paso generarán más malestar que soluciones. La historia que acabo de contar no es muy diferente a las historias que puede contar cualquier usuario de los distintos servicios del llamado Estado del Bienestar, cada vez más lejano. Entrevistas reiteradas y acumulación de informaciones que no llevan a nada; aperturas de expedientes de riesgos que no van acompañadas de medidas de soporte para aminorarlos; estudios de detección de necesidades para cuya solución se necesitan cambios de estructuras dañantes más que incremento de profesionales; aumento de protocolos que parecen querer asegurar las certezas de una intervención pero que lo que consiguen es el encorsetamiento de los profesionales en prácticas rutinarias y la confección de informes con escaso sentido; y en general una huida de las prácticas profesionales de cercanía que acompañen a los sujetos en la cada vez más alta indefensión no para "empoderarlos" sino para reconocer su poder y estimular su ejercicio.
Hace unos meses me propusieron participar en un simposio sobre "Clínicas" en el marco de un Congreso de Salud Mental con el título genérico de "Fronteras". Me proponían hablar de "La organización compleja". Acepté y sugerí otro título: "Fronteras, nómadas y náufragos: el laberinto institucional". Parece que estamos todos metidos en un laberinto y que el tiempo y los modos en que vivimos están mostrando el decaimiento de la idea de solidaridad colectiva necesaria para hacer frente a tantas fragilidades. Y que las instituciones están fallando en la creación de modos de hacer que aminoren las ansiedades que conlleva el vivir y que, siguiendo el pensamiento freudiano, son la razón para la que fueron creadas.
El tema es que la institución no es una instancia externa a cada uno de los sujetos; que la institución somos todos y que, por ello, estamos obligados a poner de nuestra parte todo aquello que permita generar esperanzas y reforzar el ingrediente utópico sin lo cual es muy difícil afrontar los tan complejos avatares del vivir.
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