NUESTRA TORRE DE BABEL
CAPÍTULO III. LA SOBERANÍA
Este concepto netamente jurídico está de plena actualidad porque incide directamente en el vértice de las crisis que estamos viviendo en diversos y diferentes ámbitos. La pandemia vírica que padecemos exige una coordinación global. La generación “millennial” ha de afrontar la reforma de los modelos constitucionales nacionales para encajar las demandas de mayor democracia y participación de la ciudadanía. La crisis del proyecto europeo tras el terremoto del Brexit y la irrupción de la xenofobia y el racismo excluyente solo se superará con unas instituciones basadas en un nuevo sistema social, político y judicial, adaptado al impacto económico de la revolución tecnológica de la era postindustrial.
En este contexto ha quedado obsoleto el concepto “soberanía nacional”, que es sinónimo de “poder supremo” tanto respecto a la producción legislativa, como a la potestad de juzgar, puesto que en ninguno de los dos casos representa ya, en el siglo XXI, un poder absoluto como antaño.
Los órganos legislativos, es decir, las cámaras parlamentarias estatales, autonómicas o regionales, por una parte, tienen delimitados los ámbitos de sus respectivas competencias por las normas constitucionales y los estatutos de autonomía, pero cada vez más por los tratados internacionales que han absorbido ya una buena parte de sus competencias.
La invocación a la suprema soberanía del pueblo representado por los diputados de una cámara parlamentaria como, por ejemplo, la catalana o la andaluza, es hoy en día un anacronismo, al menos en los estados europeos. Las limitaciones legislativas y de actuación política autónoma en cada estado son consecuencia de la cada vez más abundante regulación internacional de determinadas materias (circulación de personas, de capitales, sistema bancario, protección de datos, emisión de moneda, etc.).
Los tratados internacionales condicionan incluso las particulares normas constituciones de cada estado que ven su papel reducido a desarrollar los principios generales enunciados a nivel global en la Declaración Universal de los Derechos del Humanos de 1948. Ésta fue la norma supranacional básica gestada tras la finalización de la II Guerra Mundial que, respecto a la soberanía, anunció una nueva era en la que los nacionalismos habrían de ceder una porción importante de sus competencias en pro de una dimensión mundial de la vida ciudadana y de la justicia en el planeta Tierra.
Desde el punto de vista político la soberanía ha sido históricamente la más clara manifestación de la independencia de cada determinado territorio, denominado “estado”, respecto a todos los demás (erga omnes). Cuando surgieron los estados al inicio de la edad moderna y cuando se consolidaron en los siglos XVI al XVIII las naciones en Europa, la soberanía residía únicamente en el monarca, soberano absoluto que encarnaba todos los poderes.
Pero desde la extinción del absolutismo hacia finales del siglo XVIII, es decir, con la recepción de los principios de la Revolución Francesa y la Ilustración (con el paréntesis de las dictaduras del siglo XX) el poder político soberano ilimitado dejó de existir. La soberanía pasó a residir en los pueblos, como sujeto abstracto, pero encarnada en unas instituciones reguladas por la ley suprema: las constituciones, que implantaban la división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, de tal manera que “el poder debe controlar al poder”. Este sistema puede decirse que se globalizó y extendió a todos los territorios del planeta con el fin del colonialismo europeo y con la liberación de los territorios ocupados por las potencias imperialistas, y ha perdurado hasta nuestros días.
Pues bien, este concepto de soberanía está hoy quedando obsoleto a pasos agigantados: los sistemas políticos están hoy en crisis porque estamos viviendo una transformación sin precedentes en la historia de la humanidad. La revolución tecnológica está destruyendo las fronteras. Con la facilitación de las comunicaciones, los procesos migratorios, la mundialización del capital y de las grandes empresas internacionales, los viejos estados decimonónicos han iniciado un proceso imparable de transferencia de la soberanía política hacia organizaciones internacionales.
Ahora bien, esta tendencia no es ascendente, lineal ni pacífica. Los que detentan el poder político local se resisten a ver limitadas sus atribuciones y para tal fin no dudan en agitar las emociones de los ciudadanos con las banderas y las ideologías nacionalistas que se pensaban ya superadas en el siglo XX. Pero, pese a ello, en una perspectiva de futuro no existe otro camino que el de construir unas sociedades avanzadas democráticamente en las que impere la justicia y la solidaridad internacional, y se garantice a la vez la defensa a ultranza de los derechos humanos.
La ineficacia de la acción de la justicia como consecuencia del empeño en mantener las soberanías nacionales de forma excluyente, está provocando que los jueces se enfrenten debilitados a la necesidad de luchar contra el crimen organizado y el blanqueo de capitales. Hoy es necesario caminar hacia la cooperación policial a nivel global, hacia la implantación de la jurisdicción universal por los crímenes de guerra, y hacia la lucha sin cuartel contra la vulneración de los derechos humanos y la consolidación de los tribunales supranacionales.
Estos días estamos echando de menos unas potentes instituciones internacionales para abordar las consecuencias del cambio climático, la destrucción de la naturaleza, los procesos migratorios, la pobreza infantil y las pandemias.
Intentar hacer frente al coronavirus, que no entiende de soberanías fragmentadas por las fronteras, es un desafío universal que nos sitúa en lo que somos: ciudadanos del mundo. Las viejas construcciones nacionales no sirven para las generaciones futuras. Todo será diferente después de esta lección.
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