El diplomático Enrique Ojeda explica cómo Sudáfrica pasó del apartheid a la democracia sin efusión de sangre
En el retablo de figuras perversas que alumbró el siglo XX y en el abanico de genocidios varios (judío, armenio, camboyano, ucraniano a manos de Stalin y chino por las devastadoras campañas de Mao Tse Tung) emergen algunas figuras beneméritas que fueron capaces de evitar que sus pueblos sucumbiesen en un río de sangre.
En el retablo de figuras perversas que alumbró el siglo XX y en el abanico de genocidios varios (judío, armenio, camboyano, ucraniano a manos de Stalin y chino por las devastadoras campañas de Mao Tse Tung) emergen algunas figuras beneméritas que fueron capaces de evitar que sus pueblos sucumbiesen en un río de sangre. Entre ellas y en lugar destacado, Nelson Mandela, un hombre del que todo hacía suponer que habría de odiar a los enemigos que le humillaron y mantuvieron 24 años en prisión, pero que tuvo la inmensa grandeza de espíritu de olvidar agravios, negociar y hacer posible un tránsito lo más pacífico posible desde el aberrante régimen de apartheid a un sistema democrático homologable internacionalmente con participación de las diversas etnias de un país tan poliédrico como Sudáfrica.
Porque efectivamente, tal como explica el diplomático español Enrique Ojeda Vila en “Sudáfrica y el camino a la libertad” (Catarata), se trata de un país sumamente complejo, formado por poblaciones originarias negras de diferentes tribus, colonizadores holandeses llegados a partir del siglo XVII, pero también hugonotes franceses y otros europeos, inmigrantes indios y, en fin, mestizos fruto de la inevitable -por muy prohibida que pudiese haber estado- fusión de razas; con once lenguas oficiales (las más numerosas, xhosa, afrikáans e inglés), diferentes creencias religiosas; y un pasado pletórico de enfrentamientos armados. No sólo entre blancos y negros, como la guerra anglo-zulú, el “gran Trek” o expansión bóer hacia el interior de 1834 con la subsiguiente creación de la República del Transvaal y el Estado Libre de Orange, o la guerra anglo-bóer de finales del siglo XIX, sino también la expansión durante el período “mcfae” del imperio del rey zulú Shaka mediante la conquista de varios reinos vecinos.
Todo este complejo mosaico empezó a tomar forma a principios del siglo XX con la creación de la Unión Sudafricana (1909) como dominio del Imperio británico y el inicio de una legislación declaradamente segregacionista a partir de 1910, que fue respondida con la creación del ANC (African National Congress) Situación que fue confirmada tras la segunda guerra mundial por el triunfo electoral del Partido Nacional que estableció cuatro grupos humanos: bantúes (negros), europeos (blancos), “coloured” (mestizos) e indios (asiáticos) para los que se justificaba la pretendida excelencia del “desarrollo separado”.
El autor destaca el papel de dos personajes particularmente siniestros: Hendrik Verwoerd, “padre del apartheid” y promotor de la posterior separación del Reino Unido y el establecimiento de una república independiente; y Pieter Botha, “el gran cocodrilo”, partidario de la “estrategia total” en defensa del apartheid.
Pero la historia iba en dirección contraria al mantenimiento indefinido de esta aberrante situación y Ojeda apunta una serie de concausas. Unas externas, como el proceso de independencia de los países africanos (particularmente las de sus vecinos Angola y Mozambique, con la costosa intromisión sudafricana -en hombres, dinero y prestigio internacional- en la guerra de Angola); las reiteradas y cada vez más severas censuras de la ONU (que ya había retirado a Sudáfrica la administración de Namibia, sin que este país aceptase dicha decisión); las sanciones económicas; y, en fin, el cambio de actitud de Estados Unidos a partir de Reagan y el desmoronamiento del imperio soviético y de sus países satélites, que desvirtuó para siempre la pretendida función de Sudáfrica como bastión “frente al comunismo”. A ello hubo que sumar otras causas interiores, tales el estancamiento de la economía, la alianza de las fuerzas apuestas al apartheid, el crecimiento demográfico de la población no blanca y, por último, la dimisión de Botha y sus sustitución por De Klerk que, aun procediendo del ámbito político supremacista, se dio cuenta de que había que negociar para evitar un baño de sangre y asegurar el futuro.
A partir de ahí se inició un proceso imparable cuyo punto de partida fue la liberación de Mandela quien, ante el asombro general, se manifestó así mismo dispuesto a negociar puesto que, como dice el filósofo francés Sami Nair en el prólogo, “no quería una vitoria unilateral de los negros sobre los blancos… (sino) un país sin vencedores, ni vencidos que permita convivir bajo las claves de la paz, respeto y dignidad”. Y pese a los numerosos tropezones que hubo en ese camino (oposición rotunda de los afrikáners y de los zulúes del Inkhata) el milagro fue posible.
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