Hay actitudes que, de resultar ciertas -y parece que en el caso que nos ocupa lo es- permiten dudar del sano juicio de algunos personajes. Pienso en un tal Jaume Fábrega, que fue profesor de la UAB y tuvo que ser dimitido por haber vertido insultos degradantes contra toda suerte de discrepantes políticos a los que mencionó tanto individual, como colectivamente. Al citado individuo se le atribuye haber terciado ahora sin venir a cuento en los incidentes habidos en Canet de Mar cuando la familia de uno de los alumnos del colegio público ha pretendido que se cumpliera la sentencia dictada por los tribunales en la que se le reconoce el derecho de su hijo a recibir el 25 % de las clases en castellano. La reacción ha sido anunciar: ”Me apunto a apedrear la casa de este niño. Que se vayan fuera de Cataluña”. Exactamente lo mismo que hacían los camisas pardas de las SA en la Alemania de los años treinta con los judíos: primero, apedrearles y humillarles; luego, expulsarles (en su caso, ya sabemos a dónde). Nihil novum sub sole.
Claro que todavía habría que añadir el exabrupto de un mozo de escuadra llamado Donaire que, más compasivo, no propone apedrear la casa sino solo que “este niño se tiene que encontrar solo en clase”.
Siempre se había dicho, parece que gratuitamente, que la cultura es el mejor antídoto contra la barbarie, pero la historia nos demuestra que desafortunadamente no es así. No lo fue en la Alemania nazi, donde destacados intelectuales apoyaron aquel régimen abyecto. Pero tampoco en otros lugares donde personas, a las que se presume cultas, porque el tal Fábrega ha sido profesor universitario, son capaces de expresar sin ambages un odio irracional. Resulta además inconcebible que haya funcionarios públicos que -al margen de que tengan derecho a pensar como quieran al igual que cualquier otro ciudadano- olviden la absoluta neutralidad a la que les obliga su función.
Esta situación resulta harto preocupante porque nos induce a sospechar que una peligrosa miseria moral está adquiriendo carta de naturaleza en nuestra sociedad y que además no tiene prejuicio alguno en exhibirse impúdicamente y eso sólo puede ser el proemio de situaciones futuras mucho más peligrosas. Es imprescindible y urgente recuperar el espíritu de la, hoy denostada por algunos, transición, el imperio de la tolerancia con el discrepante, la convivencia entre todos y con todos y, en fin, la humildad, porque nadie es mejor o superior a otro, ni tiene derecho a pedir que se le margine.
Y, en fin, sería atinado no olvidar que el pez muere por la boca y que algunos peces son venenosos.
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