Rincones parisinos
Gracias a una crónica del extraordinario escritor Manuel Vicent —aparecida en “El País” el 5 de agosto de 2009— en Paris me hospedo en la ribera izquierda del Sena, en el ombligo de Saint-Germain-Dès-Près. El hotelito, en la Rue de Seine es uno de los escasos establecimientos sobrevivientes de una festinada era de bohemia y rigurosa creatividad. El elenco de quienes lo habitaron es como para reservarle a esa hospedería un sitial en un “Museo Imaginario”, el de los techos que acogieron la pluma de los más talentosos escritores de los últimos siglos.
Más adelante me permití citar, entrecomillando, los párrafos en los que el gran escritor español se refiere a una nómina deslumbrante de artistas, intelectuales y escritores; y yo agregaría al pintor Cy Twombly y al psicoanalista Jacques Lacan. Quiere la leyenda que éste último, después de haber adquirido el desnudo más escandaloso de la pintura, llevó el “Origen del Mundo” de Gustav Courbet, a “La Louisiane”, donde se habría hospedado un fin de semana, tal vez repensando el modo de introducir en su casa esa maravilla de la censura —que ahora ya se puede ver en el Museo de D’ Orsay— no sin escuchar la estupidez de las risitas o la indignación de las pudibundas y de los mojigatos. Es bien sabido que la esposa de Lacan le pidió que descolgara de su gabinete esa joya del erotismo, diciéndole que “amenazaba a sus pacientes y colaboradores, pero sobre todo a las mujeres”. El reproche llegó a tal nivel, que el hermano de la mujer de Lacan, el surrealista André Masson, se atrevió a pintar una tela abstracta para sobreponerla a la de Courbet.
Así que sobre ese hotel entrañable, Manuel Vicent, con sus altos dotes de sensibilidad, escribió: “… cuando me instalé por primera vez en el hotel La Louisiane, de la rue de Seine, llevado por la mitología que daba por buena la austeridad de ese establecimiento con tal de ocupar la misma habitación en la que habían vivido Juan Paul Sastre y Simone de Beauvoir durante años y también Albert Camus, Juliette Gréco y todos los jazzistas norteamericanos del momento. En el ascensor apenas cabían dos personas y era extremadamente complicado acomodarse en ese cajón si coincidías con algún músico que llevara el estuche de su instrumento.
En ese renqueante ascensor habían subido muchas veces Charlie Parker y Dizzy Gillespie. A veces conservaba un rastro de perfume denso que había dejado una modelo de Dior en prácticas o aire de alcohol de cualquier bohemio.
El lujo de La Louisiane sólo estaba en su clientela… respirar el abril de París envuelto en un sabor a ostras que subía desde el mercadillo junto con los gritos de los verduleros, ducharse, bajar en el ascensor en compañía, tal vez, de una modelo de piernas larguísimas o de un músico o de un profesor alemán o con el escritor egipcio Albert Cossery, que vivió allí durante 40 años, saludar al vietnamita que atendía el telefonillo, atravesar los puestos llenos de frutas y llegar al boulevard de Saint Germain para acceder al café de Flore o a Les deux Magots y pedir de desayuno un café doble, un cruasán o una baguette con mantequilla y comprobar que en la mesa de al lado estaba Alberto Moravia, seco y adusto como un leño, dejándose seducir por una jovencita. Dilatarse hasta media mañana con la lectura del periódico y explorar el Barrio Latino hasta recalar en la place de Saint Michel era el rito.
La primera vez que entré en el hotel La Louisiane había un cartel clavado con chinchetas en una pared sin ninguna pretensión con las 100 caras de los artistas más famosos que vivieron en París durante la época de entreguerras. Muchos se habían hospedado en este hotel, Boris Vian, Giacommeti, Jean Genet, pero yo entonces trataba de seguirle los pasos a Sartre y a Albert Camus…”.
Una noche, después de cenar en uno de los bistrot más antiguos de la ciudad, el Petite Saint Benoit, frente al departamento de Marguerite Duras, me deparé en la esquina de la Rue Jacob, con un lote de objetos recién dispuestos para que se los llevara la basura, producto de un desahucio. Como suele pasar con los deshechos de los bienestantes, aquello parecía un anticuario al aire libre. Entre otros muebles, destacaba una cama de latón, de cobre bruñido. Y los restos de varios maniquíes. Uno de ellos, sin cabeza, me recordó a la Rue de la Femme Sanx Tête; allí donde un busto clásico marca la calle en la que Baudelaire escondía al amor de su vida, la mulata de la Martinica, Jeanne Duval, conocida como la “Venus Negra”; la inmortalizó también Claude Manet. Cabe decir que a pocos pasos de ese muelle del Sena vivió otra mujer preterida, la célebre amante de Rodin, Camille Claudel, y que en esa misma dirección, Emile Zola, situó a su personaje principal, de “La Obra”. Como podemos deducir, la densidad de la riqueza artística, histórica y literaria de los rincones parisinas son un libro abierto.
Ni tardo ni perezoso, como manda el lugar común, al imaginar el lamento de Camille, así bauticé a la enorme muñeca de talla de madera y trapos, contaminada con sobras de alimentos y deyecciones, me la puse al hombro y desandé las cuadras que me separaban de esa esquina prodigiosa del Café de Flore, de mi cuarto de hotel en “La Lousiane”. Logré introducir a Camille con sigilo de personaje de novela “Noir”. Abrí la llave de la bañera y le di un baño de espuma y de jabones olorosos. Más tarde, en un mercadillo árabe de Montmartre, le compré un atuendo que le dio un aire de joven millenial, y me acompañó durante comidas improvisadas en una habitación con vista hacia la Rue de Seine, por donde pasaba “La Maga” de Cortázar, con inusitada frecuencia…
De todas las presencias espirituales propiciatorias que han vivido bajo el techo de lo que es mi hotel preferido en Paris, debo celebrar la huella que dejó el escritor egipcio Albert Cossery, quien ocupó una recámara desde que terminó la Segunda Guerra Mundial y allí falleció, a los 93 años. Hablo del fantasma literario más poderoso de esos muros.
Nacido en El Cairo en 1913, Cossery obtuvo el Gran Premio de la Francofonía, por el conjunto de su obra. Fue muy amigo y de Albert Camus, Lawrence Durrell, Henry Miller (quien le publicó en Nueva York), Jean Genet, Juliette Gréco, Alberto Giacometti y Boris Vian. Las malas lenguas le apodaron “El Príncipe de la Pereza”. Él alimentaba su fama, diciendo que escribía solo dos frases a la semana. Curiosamente, habiendo vivido desde los 17 años fuera de su país, declaraba “Soy de cultura egipcia y lengua francesa, con un mundo egipcio. Pienso en árabe". Cossery fue un personaje destacado de Saint-Germain-Dès-Près; Desayunaba en “Les Deux Magots”, y en las noches se le veía deambular por el barrio, legante, con un pañuelo de seda perfumado en el bolsillo del blazer. Se decía que Albert Camus y él fueron los galanes seductores más distinguidos de ese mundo francés de post guerra, el mismo que representó valores humanísticos y artísticos de los más altos vuelos, amenazados hoy en día por la ultraderecha fascista.
No obstante, ese despliegue de “bon vivant”, de dandy, la literatura de Cossery incursionó en temas de los bajos fondos. Uno de sus éxitos literarios junto a “Los Hombres Olvidados de Dios” fue el célebre “Mendiants et orgueilleux” (Mendigos y orgullosos, de 1955), que se transformó en película y en cómic, con muy buena fortuna. Su protagonista principal, Gohar, es un pordiosero. Trasunto de ese personaje entrañable que fue Albert Cossery, quien declaraba, referente a “La Louisiane”: "Nunca he poseído nada. ¿Para qué? Me basta mi habitación de hotel".
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