“Frutos salvajes”, una novela de Sheng Keyi sobre los contrastes entre la vida de la China rural y urbana
Reseña de este libro situado en el gigante asiático
Poco a poco vamos teniendo la oportunidad de acceder a algunos títulos representativos de la literatura china contemporánea, un patrimonio hasta ayer, si no hasta hoy mismo, casi desconocido en nuestro país. El caso es que existen autores con una obra estimable que, con independencia de sus valores específicamente literarios, son a la vez expresión de la vida y de las circunstancias históricas actuales en aquel inmenso país, convertido velis nolis en una de las grandes superpotencias, pero que todavía nos cuesta interpretar y descifrar. Entre otras muchas razones por la coexistencia de una inmensa y desperdigada China rural, anclada en formas de vida casi primitivas, y otra industriosa, activa y urbana, con trepidantes megalópolis. O por mejor decir, el contraste entre una sociedad paupérrima con escasas posibilidades de promoción e incluso de evasión de ese marginamiento y otra dinámica y pletórica, con ilimitadas posibilidades de enriquecimiento. Porque ésta es quizá la llave maestra de ese país aún teóricamente comunista, pero subsumido en una nueva sociedad capitalista en la que hacer dinero constituye la principal meta y, sobre todo, la única herramienta para mejor el estatus personal de cada cual y donde el respeto de los derechos humanos no es más que una lejana e inaprehensible entelequia en un régimen sostenido por la severa autocracia del partido único y lastrado por una incontenible corrupción.
En el contexto de todas estas contradicciones sitúa Sheng Keyi, autora de “Frutos salvajes” (Galaxia Gutenberg) a una familia campesina cuyos miembros siguen distintos itinerarios vitales representativos de la diferentes posibles vías que el azar ofrece a quienes tuvieron el infortunio de nacer en la China rural. Lo hace utilizando como narradora a uno de dichos miembros, el más afortunado de todos, aunque no por ello inmune a los riesgos: Li Xyaohan, la única hija que consigue evadirse de su pueblo natal, graduarse en la universidad y acreditarse como periodista combativa en un periódico de Cantón desde el que denuncia las corruptelas del sistema, el nefando “régimen de detención y repatriación” y, peor, aún la aparición de la epidemia del SARS. En torno a ella y en un árbol familiar (cuyo gráfico sitúa la autora al final cuando hubiera sido más útil al principio) aparecen los estereotipos más verosímiles: abuelo ludópata, padre agresivo, madre sumisa, hermano condenado a vivir su condición de expresidiario como consecuencia de una condena injusta, pero casado con mujer emprendedora; otro hermano víctima de la represión de Tienamenn; y hermana frustrada porque se le impide coactivamente tener su primer varón, a los que hay que unir cuñad@s e hijas de la siguiente generación y, en su caso, amantes. Personajes todos ellos de asendereada vida y en casi todos los casos con un final infausto en el que no faltan la represión y los homicidios impunes a manos de fuerzas policiales, los suicidios y los abortos impuestos por las autoridades en aplicación de la política demográfica del régimen (que, por cierto, ha acabado produciendo una sociedad desequilibrada en sexos y crecientemente envejecida).
Sheng Keyi aprovecha el relato para describir las formas de vida en aquella región, sus tradiciones culinarias, estructuras familiares y vecinales, relaciones económicas y laborales, costumbres funerarias, fiestas, y, por supuesto, las relaciones sentimentales, por lo general evanescentes, poco profundas, escasamente fieles y con frecuencia guiadas por la búsqueda la seguridad o por una finalidad económica o utilitaria. Las numerosas citas y alusiones que la autora intercala en el texto son debidamente explicadas por el traductor Miguel Salas Montoro con las correspondientes notas a pie de página que enriquecen aún más si cabe el valor de esta novela.
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