A los viejos espectadores de teatro no deja de sorprendernos la benévola acogida con que el público actual reacciona al final de cualquier representación. Cuando cae el telón -si lo hay- suenan aplausos con harta frecuencia estruendosos y los intérpretes salen a escena -en los estrenos, todos los que han intervenido de una u otra forma- para agradecer semejante tributo de reconocimiento a su labor. El caso es que, si bien en la mayor parte de las ocasiones esta felicitación puede estar perfectamente justificada, en otras no ocurre exactamente así, bien por la endeblez del texto, por los defectos de su interpretación o montaje o por cualquier otra razón.
En tiempos pretéritos había tres formas de externalizar los sentimientos del respetable: los aplausos, el silencio y… los pateos. Y el público de antaño las sabía administrar casi siempre con mesura, aunque existía el peligro de los llamados “reventadores”, gentes de aviesa intención que acudían, sobre todo a los estrenos, para hundir la obra que se presentaba por intereses espurios de la más variada índole o sencillamente por el malévolo afán de incordiar. Los cronistas teatrales del siglo XIX se lamentaban de la llamada “gente de bronce”, cuya actuación podía sentenciar el fracaso de una obra, al punto de que en muchas ocasiones no se hacía público el nombre de su autor hasta no conocer la reacción del respetable habida en la primera noche. Algo que ahora sería imposible porque los que acuden a una premiere suelen participar invitados por la empresa y en ocasiones con derecho a disfrute posterior de copetín.
En el pasado y con el propósito de “orientar” en sentido favorable las reacciones de los espectadores, existió una institución denominada “claque”. Era un colectivo que recibía entradas de favor -generalmente un cartoncillo mugriento- que permitían acceder a la sala con la única condición de seguir las indicaciones del responsable de aplaudir en los entreactos y al final de la obra y a veces también algunos mutis o, en las revistas, cuando se producía la aparición de la supervedete. Este colectivo, a la sazón exclusivamente masculino -eran otros tiempos- estaba formado mayoritariamente por dos subgrupos: el de los viejecitos jubilados y el de los jóvenes estudiantes que, de este modo, moldeaban por un escaso costo -había que dar una propinilla de tres a cinco pesetas al jefe de la claque- su afición al arte de Tespis. El del teatro Barcelona, que administraba también los cartones del Windsor, se colocaba media hora antes del inicio de la función en la salida del metro -ahora cegada- situada frente la farmacia del chaflán de Rambla Cataluña con Rambla Universidad; el del viejo Calderón había que pillarlo paseando por los jardincillos alineados entre Rambla de Cataluña y Paseo de Gracia; el del Apolo se guarecía en el bar Play Pay de la Brecha de San Pablo y el del Victoria, en un cafetín aledaño al propio teatro cuyo nombre no soy capaz de recordar.
Una vez dentro del teatro, todos los agraciados con dicha gratuidad se acomodaban en la llamada “general” o más popularmente “gallinero”, aunque si ese día habían acudido pocos espectadores podían ser autorizados a sentarse en platea durante el segundo acto. Y estuviesen arriba o abajo, seguían disciplinadamente las indicaciones de aplaudir cuando empezaba a hacerlo el jefe de claque, que tomaba buena nota si detectaba algún díscolo que se hacía el distraído para incluirlo en una lista negra mental que le impediría gozar de este privilegio en el futuro.
Confieso que mi amor al arte de Talía surgió como participante activo en las claques de varios teatros barceloneses, siguiendo los sabios consejos de mi primero profesor y luego entrañable amigo hasta su muerte, el Dr. Manuel Castell. Aplaudí en las funciones que disfruté y en otras lo hice acaso con menos entusiasmo a fin de cumplir con mi compromiso moral. Y aprendí de este modo a conocer y a amar el teatro casi desde dentro porque si bien los “claqueros” estábamos en el patio de butacas, comentábamos las incidencias que ocurrían entre bambalinas y nos llegaban con bastante nitidez los chismorreos de los camerinos. Cuando ahora voy al teatro me viene el recuerdo de aquella etapa iniciática con nostalgia y cariño, aunque soy consciente que los tiempos han cambiado y la claque, como a otros muchos oficios teatrales -el apuntador, el partiquino, el avisador, el “representante”, la “viosa” y un lago etcétera- han desaparecido. Hoy el éxito y el fracaso de una obra lo determinan otros factores. Que no siempre es necesariamente su calidad.