La brújula ética de la era digital
La innovación solo tiene sentido si está al servicio de las personas.
En plena revolución de la inteligencia artificial y la automatización, la humanidad se enfrenta a un dilema crucial: cómo avanzar tecnológicamente sin perder de vista lo que nos hace humanos. De esta preocupación surge el concepto de humanismo tecnológico, una visión que defiende que la tecnología debe estar al servicio de las personas, y no al revés. No basta con innovar: hay que hacerlo con conciencia, ética y responsabilidad.
El ex presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete, ha sido una de las voces más firmes en este debate. “Es el momento del humanismo en la tecnología: debemos asegurarnos de que nadie se quede atrás y de luchar contra la desigualdad social”, ha afirmado en diversos foros internacionales. También ha advertido que “no todo lo que la tecnología puede hacer es bueno o socialmente aceptable”, defendiendo incluso la creación de una “Constitución Digital” que proteja los derechos ciudadanos en la era de la inteligencia artificial.
En paralelo, Barcelona ha decidido convertir el humanismo tecnológico en política pública. El alcalde Jaume Collboni ha anunciado una medida de gobierno sobre inteligencia artificial dotada con 7 millones de euros y con una vigencia de dos años, que busca situar al ciudadano en el centro del cambio digital. Bajo el lema de “humanismo tecnológico”, el consistorio pretende garantizar que la IA sea sostenible, democrática y transparente, minimizando su impacto ambiental y asegurando la accesibilidad para toda la población.
La iniciativa ya ha comenzado con planes piloto que incluyen agentes virtuales para la atención ciudadana, asistentes digitales para los servicios sociales, mejoras en los procesos de contratación pública y el uso de IA en la Guardia Urbana y los servicios de emergencia. Además, se refuerza la formación digital a través de Barcelona Activa, con el objetivo de preparar a la ciudadanía para convivir y prosperar en un entorno tecnológico en constante evolución.
Este enfoque también encuentra eco en las principales figuras de la industria tecnológica. Sundar Pichai, CEO de Google, sostiene que “el futuro de la inteligencia artificial no trata de reemplazar a los humanos, sino de ampliar sus capacidades”. En una línea similar, Ginni Rometty, ex presidenta de IBM, defiende que “la tecnología no sustituirá nuestra inteligencia, sino que la aumentará”. Ambas ideas refuerzan la visión de un humanismo tecnológico práctico, donde la innovación se convierte en una herramienta de ampliación de capacidades, no en una amenaza laboral o existencial.
Pero esta visión optimista también tiene sus matices. Tristan Harris, ex diseñador de Google y hoy referente en ética tecnológica, advierte que sin valores sólidos, la tecnología puede degradar lo humano: “Aceptamos en lo digital cosas que nunca aceptaríamos en el mundo físico”, ha denunciado. Su advertencia subraya la necesidad de que la ética digital no sea un añadido, sino el corazón del diseño tecnológico. La verdadera disyuntiva, según Harris, no está en qué puede hacer la tecnología, sino en qué debería hacer.
Todos los citados coinciden en una idea de fondo: el éxito de la tecnología no se medirá por la potencia de sus algoritmos, sino por su capacidad de aumentar el bienestar, reducir desigualdades y empoderar a las personas. Como recuerda el ex presidente de Telefónica, “un 85 % de las profesiones que existirán en 2030 aún no se han inventado, y Europa necesita una recapacitación masiva de sus profesionales”.
Además, la implementación del humanismo tecnológico no solo requiere voluntad política y empresarial, sino también una ciudadanía activa y crítica. Para que la tecnología realmente esté al servicio del bien común, es fundamental fomentar una cultura digital que combine alfabetización técnica con reflexión ética. Esto implica educar desde edades tempranas en el uso responsable de la inteligencia artificial, el respeto por la privacidad y la comprensión de los algoritmos que influyen en nuestras decisiones cotidianas. Solo así se podrá construir una sociedad donde el ciudadano no sea un mero consumidor de tecnología, sino un actor consciente y empoderado en su desarrollo.
El humanismo tecnológico plantea una oportunidad única para redefinir el contrato social en la era digital. Las ciudades, como laboratorios vivos de innovación, pueden liderar este cambio si integran la participación ciudadana en el diseño de sus políticas tecnológicas. Iniciativas como presupuestos participativos para proyectos de IA, auditorías algorítmicas abiertas o consejos éticos locales permitirían democratizar el proceso de transformación digital.
El reto del siglo XXI no es solo técnico, sino profundamente humano. Las ciudades y organizaciones que integren el humanismo tecnológico en sus políticas y estrategias marcarán la diferencia entre una era digital que excluye y una que humaniza. Porque si algo está claro, es que la verdadera inteligencia —también la artificial— solo tiene sentido cuando sirve a los seres humanos en su conjunto.
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