Amor por las pautas

Carlos García-García
Doctor en psicología y psicólogo clínico

Frecuentemente los psicólogos recibimos a personas cuya primera demanda, propia o de terceros, es que les demos pautas para manejarse mejor en la vida. Es una petición justa pues hay algo que desean cambiar y acuden a nosotros buscando el remedio del mismo modo que van al médico para curar sus enfermedades. Pero, aunque venga a ocupar el mismo lugar en el deseo de las personas, una pauta no actúa como una píldora.


El diccionario dice que una pauta es un "instrumento o aparato para rayar el papel blanco, a fin de que al escribir no se tuerzan los renglones", "Los englones torcidos de Dios", podría decirse, como aquella novela que discurría en un manicomio, ese lugar donde las pautas se aplicaban en forma de torturas "terapéuticas".


Más allá de la literalidad del término, hoy se entiende que las pautas psicoeducativas, así las apellidan, son consejos que ofrece un profesional psi a quien lo solicita (y, muchas veces, también a quien no lo solicita). Hay todo un tinglado mitológico entorno a las pautas psicológicas alimentado, en buena parte, por las guías oficiales de tratamientos en las que suelen aparecer como complemento de la medicación o de otro tipo de terapias "científicas". Según dicha mitología, el psicólogo, cual maestro zen, posee cierta sabiduría ultramundana que comparte con el necesitado en forma de proverbios. Obviamente, las personas que sufren vienen a nosotros en busca del preciado maná.


La gente adora dar y recibir pautas. Por más que se sepa que no son sino consejos de sentido común que cualquiera con algo de sesera puede ofrecer, algunos pacientes, aún tras meses de tratamiento, no dejan de esperar de nosotros la pauta mágica: "Estoy perdiendo los nervios. ¿Tienes algún truco para que se me pase?". Tal cual. Ante semejante requerimiento el psicólogo (aquí, como casi siempre, caben también el psiquiatra, el trabajador social, el psicopedagogo, el maestro, etc.) puede aceptarlo, frustrarlo o darle largas. Lo suyo sería combinar sabiamente estos tres ingredientes según el caso y el momento, pero todo psicólogo tiene sus querencias por una forma u otra de posicionarse ante la demanda del paciente. Permítanme, a continuación, que exagere los extremos, es sólo para hacerme entender.


En el primer caso, el psicólogo creyente en el poder de la pauta disparará sus consejos cual ráfaga de metralleta esperando que el paciente cumpla con la indicación. Se trata de una suerte de entrenamiento mental, gestual y de acción que, supuestamente, hará que la persona cambie por completo su forma de ver y estar en el mundo. Esto, he de decir, funciona bastante bien con los niños pequeños y sus padres desorientados cuando de lo que se trata es de modificar errores sistemáticos en la educación del menor que ocasionan algo tan común hoy como el empoderamiento (perdón por el palabro de moda) del niño como rey y señor de la casa. Cuando se trata de adolescentes y adultos, estos pueden, en un primer momento, quedar fascinados por la revelación y cambiar puntualmente llevados por la sugestión pero, en la mayoría de casos, pasada la primera euforia los síntomas y demás viejas costumbres vuelven por sus fueros. Entonces, el psicólogo pautero, como el psiquiatra pastillero, contraatacará con otra batería de pautas ante las que el paciente se defenderá inconscientemente generándose entre ellos un absurdo e infinito tira y afloja que acabará revelando la impotencia del terapeuta quien reaccionará con enfado ante el díscolo paciente.


El segundo caso es el polo opuesto del primero o, mejor dicho, lo mismo pero al revés. Mantener un sistemático silencio ante las demandas del paciente es propio de ciertos psicoanalistas posmodernos ortodoxos. Estos creen que ese silencio violento provocará que el paciente diga lo que ha de decir. Y sí, si el paciente no se larga por patas, acaba parloteando. Lo que ocurre entonces es que estos psicoanalistas tan serios no saben bien qué hacer con el pastel y se dedican a marear la perdiz en un eterno deambular que no va a ninguna parte pero que les fascina y puede fascinar a algunos pacientes. Esto no funciona con niños, ni con adolescentes, ni con adultos.


En el tercer caso, el psicólogo dará largas a la petición de pautas no por ser mala gente sino porque desconfía de ellas. Dar largas no es no querer dar consejos sino saber que de entrada no tenemos ni idea de quién es la persona que tenemos delante ni cómo funcionan sus muelles y resortes y que, por tanto, es mejor esperar un poco y no quemar pólvora innecesariamente. Por otra parte, dar largas no es, en absoluto, estar en silencio lo que supondría desequilibrar excesivamente (y diría, sádicamente) la balanza de la relación entre el terapeuta y su paciente. 


Creo que es mejor conversar con los que vienen a consultarnos, haciéndoles siempre protagonistas y responsables de su discurso (para lo cual es preciso dejar a nuestra persona fuera de la consulta), midiendo constantemente la distancia adecuada en la que situarnos, permitiendo sin prejuicios que el discurso se vaya desplegando, que las cosas vayan pasando aun con tropezones y se vayan aclarando algunos puntos. Quizás en ese camino compartido aparezca un cruce en el que el terapeuta se aventure a señalar tal o cual cosa que permita que el paciente remate la faena dándose a sí mismo un consejo. Eso, que dista tanto de una pauta, sí le cuadrará y le resultará útil al paciente. Quizás sólo por el hecho de que no le viene impuesto desde fuera.

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