Barron

Carlos García-García
Doctor en psicología y psicólogo clínico

Miércoles, nueve de noviembre de 2016, pongo el telediario mientras preparo la cena. La primera noticia es el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de EE.UU. Me quedo atónito, con la boca abierta y una patata a medio pelar en la mano.


El vídeo que acompaña al titular muestra al ufano vencedor entrando en el escenario donde va a pronunciar su primer discurso como presidente. Tras él viene una comitiva de familiares. El primero de ellos es su hijo de diez años, Barron. Al momento, siento curiosidad por este niño. Mientras papá parlotea y gesticula alla Mussolini, Barron (o Little Donald como mamá prefiere llamarlo) parece estar en otra parte. Con los ojos entornados, una extraña expresión en su boca y movimientos oscilantes de su cuerpo, el niño asiste al espectáculo cual convidado de piedra. Días después corrió el bulo malicioso de que Barron era autista. Pero parece ser que no, que simplemente tenía sueño o que le daba igual lo que estaba sucediendo a su alrededor. 


Con el ojo más en la tele que en la tortilla, me pregunto: ¿cómo debe ser nacer en un tríplex dorado en la quinta avenida y viajar en tu propio Boeing 757 con tu apellido grabado en el fuselaje? ¿Cómo es el hijo del hombre más ególatra y, ahora, poderoso del mundo? ¿Actúa la madre, en apariencia sumisa, como antídoto contra el testosterónico padre o, por el contrario, lo potencia a los ojos del niño? ¿Qué piensa Barron cuando papá dice “America first”? ¿Qué siente?¿En qué cree? Etc, etc.


Que el cielo me perdone, pero fue ver a Barron en la tele y pensar en Paul, el psicópata de la película de Haneke Funny games, un tipo gélido que disfruta torturando a sus víctimas. No pude evitar ver a Barron con su carita angelical quitando patitas a las moscas o molestando con la punta de su lápiz al compañero de pupitre. Juegos divertidos, pequeñas perversidades. Lo imaginé como el típico chulo haciendo de las suyas consciente del poder y la protección que le otorga la ostentosa sombra de papá. 


Tras media hora de Trump y familia, la siguiente noticia (de apenas minuto y medio) informa de que en Ceuta ha sido cazada una célula yihadista cuya misión es reclutar a niños para el DAESH. Se encargan de captar y adiestrar a estos niños para enviarlos posteriormente a luchar en la guerra santa. Les meten en la cabeza que los de aquí somos demonios, les ponen un chaleco de explosivos y los hacen saltar por los aires junto con unos cuantos infieles. Las mismas preguntas que acabo de hacerme sobre Barron me las hago ahora pensando en estos otros niños y niñas sin nombre.


¿Abdul, Rashida…?, puedo verlos en el desierto de Siria, lejos de sus padres, jugando a matar cerdos infieles al grito de Allahu Akbar, Alá es grande. También puedo ver, salvando las inmensas distancias, a Barron en el despacho oval jugando con papá a “¡pulsa el botón rojo y pétalo todo!” (por cierto, el verbo ingles totrump significa triunfar, pero también tirarse un pedo. Todo parece hecho a medida del personaje). Qué horror.


Lo último que he sabido de Barron es que ya es todo un caballerete: ha pegado el estirón y ya es más alto que papá. De Abdul yRashida, sin embargo, no tengo noticias. Quiero guardar la esperanza de que estos no tengan que apretar su botoncito rojo, huyan de sus captores, reciban la ayuda que necesitan y sean ciudadanos libres. También de que Barron acabe ayudando a los espaldas mojadas a cruzar la frontera aunque sólo sea para joder a daddy. Debo mantener la esperanza de que algún día los adultos permitamos que nuestros Barron, Abdul y Rashida jueguen juntos.

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