En este mes de enero se cumplen veinte años de un hecho que penetró de lleno en nuestra vida cotidiana. Corrían los primeros días del año 2002 cuando el euro empezó a estar presente en nuestros bolsillos. Este cambio de moneda era la manifestación visible a pie de calle de la unión monetaria que un grupo de países de la UE había creado tres años antes, en 1999.
Ha pasado suficiente tiempo como para evaluar las consecuencias a escala macroeconómica que ha tenido para los países miembros el hecho de estar dentro de la eurozona. El análisis de las cifras arroja muchas luces y también alguna sombra que se traduce, más bien, en retos pendientes en el camino de configurar una unión monetaria en sentido pleno.
Entre los aspectos positivos, destaca el factor de la estabilidad. La experiencia de estos años demuestra que la pertenencia a la eurozona reduce la variabilidad de las macromagnitudes. Es un fenómeno que, además, se ha producido de forma consistente en todos los países del euro, independientemente del año de su incorporación al área monetaria común. La conclusión es clara: el euro contribuye a la estabilidad económica de los países miembros.
También propicia un crecimiento más sólido. Esto se puede apreciar con claridad en la comparación entre los países de la eurozona con los países de la UE que no se han incorporado a la moneda común. Mientras los primeros han experimentado un aumento de crecimiento, los segundos –no euro- han ido perdiendo ventajas competitivas conforme pasaban los años.
Asimismo, en las dos décadas transcurridas hemos podido asistir que la reducción de las diferencias entre los estados miembros de la UE se produce de forma más acentuada entre los países del euro.
Así, se puede decir que las buenas noticias en la valoración de la eurozona llegan por el lado de la estabilidad, el crecimiento y la convergencia, lo que no es poca cosa. Sin embargo, estas dos realidades no fueron suficientes para amortiguar el impacto de la crisis financiera iniciada en 2008. La recesión impactó de forma muy similar en todos los países de la UE, pertenecieran o no al euro.
No suavizó la crisis financiera
Pero hay más, en lo que toca a la crisis de deuda soberana, sí que se puede decir que hubo sustanciales diferencias. En este retrato, los países europeos no euro salen favorecidos. Es paradigmático el comportamiento del desempleo. La tasa de paro experimentó un fuerte aumento en la eurozona, mientras que se redujo en el resto de países de la UE. Lo que se puso de manifiesto fue la rigidez y la divergencia de estructuras productivas entre los países del euro.
¿Es la eurozona una AMO?
Más de veinte años después, no puede todavía decirse que la eurozona funcione como como un Área Monetaria Óptima. Carece de varios de los requisitos establecidos por los teóricos de las áreas monetarias.
En primer lugar, porque no se ha producido la similitud entre las estructuras productivas de los países. Un efecto que es propio de las áreas monetarias. Cuando se creó la eurozona no existía esta similitud y sigue sin haberla. El euro ha contribuido a una mayor especialización productiva, pero no a una convergencia real de estructuras productivas.
La movilidad interna todavía es insuficiente. Mientras que ha aumentado notablemente la movilidad de capitales a raíz de la implantación del euro, esto no ha sucedido con una intensidad equivalente entre los trabajadores.
Otras carencias, que marcan la agenda de retos pendientes para los próximos años, son la inexistencia de una integración bancaria en sentido estricto y también la falta de integración fiscal. En este aspecto, la realidad es que, dentro de la eurozona, hay países con preferencias muy variadas en su política fiscal.
Y, en un horizonte todavía muy lejano, se divisa el ideal de una integración política consonante con la monetaria. Desde el intento de aprobar el tratado por el que se instituía una Constitución para la UE (2004) no ha habido avances significativos.
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