¿Para qué sirve un "psi"?

Carlos García-García
Doctor en psicología y psicólogo clínico

En una situación social, es decir, cualquiera que se dé más allá de las paredes de mi consulta, me resulta un poco incómodo que se dirijan a mí diciendo: "Por cierto, tú que eres psicólogo…". Esta frase introduce invariablemente una pregunta sobre un problema que exige solución, cuanto más concreta mejor. Por mejor que sea mi disposición, la respuesta suele frustrar las expectativas de mi interlocutor. Si, en este contexto, los "psi" (de momento, háganse aquí hermanos los psicólogos y los psiquiatras, en otro artículo comentaré sus diferencias) no podemos dar algo más concreto que el consejo o el consuelo que, en realidad, podría ofrecer cualquiera con un mínimo de sensibilidad y sentido común, ¿para qué servimos?


Pondré un ejemplo. Un familiar cercano acudió a mí presa del pánico porque se había quedado sin ansiolíticos (otro día también hablaré de esta dependencia y sus consecuencias) y no tenía una receta a mano. "Tú que eres psicólogo, ¿puedes hacerme una receta?", preguntó balbuceando. Lo siento, respondí, no soy médico. En ese instante me miro fijamente y, ya sin rastro de fragilidad, me soltó: “Los psicólogos no servís para nada”. Imagínense la devastación. El apocalipsis. Confirmado: si los psiquiatras ya son bastante inútiles en comparación con el resto de médicos, los psicólogos somos inservibles.


A los “psi” se nos supone un saber en cuanto a la resolución de cualquier problema personal. Se da así, en el imaginario popular, una falsa equiparación entre la capacidad del médico como sanador de enfermedades y la del “psi” como portador de soluciones. Lo que generalmente no se tiene en cuenta es el distinto origen de los respectivos saberes. La medicina es una ciencia aplicada de otras como la física, la química y la biología. La práctica de los médicos está avalada por el método científico lo que les permite decidir qué técnica funciona mejor para curar cada enfermedad y aplicarla con éxito. Si la medicina es capaz de establecer generalizaciones científicas y ofrecer soluciones concretas y eficaces es porque trabaja con partes del cuerpo humano, o sea, con la materia.


Sin embargo, los “psi” no trabajamos con partes del cuerpo sino con personas, con sujetos, no con objetos. No podemos observar a ni trabajar con una persona como si fuera un riñón. El saber “psi” no puede establecerse antes del caso ni a la vista de un puñado de indicios sino solo en el transcurso de cada tratamiento individual y en función de un especial vínculo llamado transferencia o, como algunos prefieren, relación terapéutica. A diferencia de los médicos, no podemos (ni debemos) hacer afirmaciones sólidas ni establecer generalizaciones, aunque muchos de nosotros mantienen su fe en la validez de los tests de personalidad (¡considerados “pruebas objetivas”!) y en los mendazmente llamados “tratamientos empíricamente validados” entre los que prevalece la terapia psicofarmacológica. Mientras que un análisis de sangre dice la verdad objetiva, un test psicológico ofrece datos cuyo significado variará dependiendo de quién los interprete. Del mismo modo, mientras que un antibiótico o determinada técnica quirúrgica resolverán satisfactoriamente gran parte de las afecciones de un mismo tipo, las tecnologías “psi” tendrán un éxito muy limitado y quizás el mérito deberá ser atribuido otros factores como, por ejemplo, las características personales del terapeuta o, claro que sí, el famoso efecto placebo o sugestión.


Reconozcamos que, como ciencia, la medicina es mucho más sólida que lo “psi”. Esto proporciona a los médicos, de entrada, un mayor prestigio social. Además, como históricamente se han dedicado a curar la temida enfermedad e, incluso, a salvar de la muerte, probablemente sean los profesionales más “útiles” y, quizás por ello, los más queridos y respetados por la sociedad. ¿Quién no querría para sí esta autoridad? Desde luego, los “psi” la quisiéramos. Pero, honestamente, no la merecemos dado que nuestro método de trabajo (que, como alguien dijo, “consiste solamente en hablar, como suele decirse con cierto dejo de burla pero con bastante propiedad”) no estamos más cerca de la medicina que de la filosofía, la sociología, la lingüística, en fin, las humanidades que, por desgracia, no gozan de buena reputación en la actual híper-modernidad tecnológica y utilitarista.


En el fondo, es por este asunto del prestigio que en las facultades “psi” se obvia, cuando no se niega, la radical diferencia epistemológica y metodológica con la medicina. Se predica a los estudiantes que la nuestra es una Ciencia (con mayúsculas), que las personas que acudirán a sus futuras consultas padecerán problemas objetivables (!) a los que podremos aplicar soluciones científicas y eficaces, en fin, como ocurre en cualquier especialidad médica. Esto se denomina reduccionismo. Imaginen la sorpresa y la angustia del recién estrenado “psi” cuando su primer paciente resulta ser un sujeto contradictorio y no un órgano de funcionamiento previsible como, por ejemplo, un hígado o cuando intenta aplicar sobre los tozudos síntomas psicológicos técnicas que no funcionan como se les suponía.


Echo de menos aquellos tiempos en los que estudiábamos, además de estadística y psicobiología, asignaturas que nos incitaban a pensar como la lógica o a antropología. Queriendo protegernos de la zozobra propia de nuestra disciplina, la ideología cientificista de la psiquiatría biológica y de la psicología experimental limita, en realidad, la mejor capacidad que tenemos para afrontar nuestro trabajo: la de cuestionar. Los “psi” deberíamos rebelarnos ante el cientificismo imperante y luchar por defender nuestra especificidad que pasa, necesariamente, por ser cultos y críticos.


Asumamos de una vez que mi familiar tenía razón: servimos de poco en términos utilitaristas. Sin embargo, servimos de mucho cuando una persona acude a nuestras consultas con la valiente intención de mejorar su vida y se da el tiempo necesario para conseguirlo. ¿Qué quiere decir “mejorar su vida”? No otra cosa que cuestionar a fondo su existencia para dejar de tropezar o tropezar menos y sin consecuencias tan dolorosas. Esto implica, ni más ni menos, cambiar la relación con el mundo, es decir, con los demás. No hay técnica “científica” que permita este cambio sustancial, no son las teorías ni las ideologías “psi” las que “curan”. Quien consigue el cambio es el propio paciente y quien lo facilita es el “psi” con su compromiso profesional (ojo, no personal, que para eso ya están los amigos), con su presencia, su escucha y su palabra (a veces también con su silencio, lo que no es fácil). Reconozcámoslo abiertamente, este saber hacer y estar tiene mucho más de arte que de técnica.


El “psi” tiene dos modos de orientarse en la inconsistencia científica de su profesión. El primero es abrazar el reduccionismo cientificista, disfrazarse con una bata blanca y aparentar “ser como” un médico. El segundo es reconocer honestamente nuestras limitaciones y nuestras potencialidades o, dicho de otro modo, que, nos guste o no, en nuestra práctica estamos más cerca de Sócrates que de Hipócrates. Antes o después, todo “psi” debe optar por una de estas alternativas. Las consecuencias éticas y prácticas de dicha elección son bien distintas. Ustedes deciden.



Carlos García-García

Psicólogo clínico

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