“Stalin fue el mayor genio político del siglo XX y merece figurar entre los grandes de todos los tiempos” dice el oficial del Ejército español Anselmo Santos en su enciclopédica biografía “Stalin el Grande”
Aduce que “en contra de los generalmente sostenido, no mataba por sadismo, por venganza, por instintos criminales
Nuestra vida está hecha de casualidades y una de ellas fue la que suscitó en el entonces joven oficial del Ejército español Anselmo Santos a interesarse por la figura de Stalin a partir de 1953, poco después de su muerte, y lo más sorprendente es que, cuando lo comentó con su coronel, éste no dudó en confesarle, eso sí, reservadamente, que “fue un hijo de perra, pero era un genio”, admiración bien insólita entre oficiales del Ejército que se había curtido en una guerra civil teóricamente justificada como contra el comunismo. El oficial, retirado de las fuerzas armadas e incorporado a la vida civil, pudo años más tarde dedicarse a investigar el personaje, a cuyos efectos se documentó exhaustivamente y viajó a Rusia y Georgia para, como fruto de todo ello, publicar la una biografía titulada “Stalin el Grande” (Edhasa).
Para Santos, no admite comparación con los demás líderes de la extinta Unión Soviética. De Kruschef dice que fue “un patán impulsivo”, Brezhnev un “ignorante, pancista y vanidoso” y Andropov y Chernenko alcanzaron el poder cuando eran “dos moribundos”; en cuanto a Gorbachov, le califica de “ingenuo, incoherente, indeciso, débil de carácter, a remolque de los acontecimientos… carente de cultura política, insensato y acaso traidor”. Por el contrario, Stalin fue “un tirano sanguinario, por supuesto, pero también un déspota ilustrado, un «rey filósofo» dotado de “gran talento, capacidad de trabajo sobrehumana, tesón inigualable, austero, patriota, fáustico, ávido de conocimiento”, con “una naturaleza polivalente y transformista”, dotes innatas de actor, astucia, imagen plácida y paternal, trato franco no exento de humor (a veces siniestro) y poseedor de un gran encanto que desplegaba ante los extranjeros. Supo, demás, “rodearse en todo momento de un equipo extraordinario”.
Aduce que “en contra de los generalmente sostenido, no mataba por sadismo, por venganza, por instintos criminales, sino por razones políticas para poder llevar a cabo sin contestación alguna sus proyectos” que eran la modernización del país, la adopción de previsiones necesarias para su defensa y la difusión de la cultura. En todo caso, nunca ordenó sus asesinatos por escrito si bien, pese a todo, el autor reconoce que vengó siempre las afrentas recibidas y nunca perdonó a quienes fueron sus enemigos.
Quizá sorprenda la defensa a ultranza de un Stalin incansable promotor de la cultura y él mismo culto (“la poesía y la música fueron, con la lectura, las grandes aficiones de Stalin”), amante del arte (Santos elogia el realismo socialista), apasionado por el cine, fascinado por el teatro y el ballet, notable escritor de sus propios textos y discursos, buen orador que utilizaba un ruso excelente si bien con acento georgiano que nunca perdió y, a la vez, excelente teórico del comunismo y en particular de la teoría de las nacionalidades (le atribuye el diseño de las repúblicas asiáticas que ha perdurado hasta el día de la fecha, aunque cabe suponer que nunca la supuso independientes).
Le adjudica haber logrado retrasar la invasión alemana provocando una maniobra de distracción en Yugoslavia y desmiente que la guerra con el Reich le pillase desprevenido por lo que las tropas nazis penetraron profundamente en suelo soviético sin casi encontrar resistencia. Por el contrario, opina que fue una hábil treta para provocar que se adentraran hasta más allá de sus líneas de suministros mientras él salvaba armas, pertrechos y hombres en Asia y se preparara para la contraofensiva.
¿Las purgas de los años 30? Otra diabólica argucia porque, tras el ascenso de Hitler al poder, presintió que el líder nazi acabaría convirtiendo en realidad la pretendida necesidad germana de “lebensraum” (espacio vital), lo que le obligaría a expandirse hacia el Este. Con el fin de que, cuando llegara ese momento, sus competidores y posibles enemigos del interior no pudieran traicionarle y pasarse a los alemanes, optó por eliminarles preventivamente, aunque, a diferencia de la grosera metodología nazi, lo hizo con procesos aparentemente irreprochables y orquestando dos maniobras de distracción: la nueva constitución de la URSS de 1937, que le acreditó entre los ingenuos teóricos extranjeros como un irreprochable demócrata, y la creación de los Frentes Populares. Afirma además que provocó a los alemanes para que le facilitaran la justificación de la ejecución de Tujachevski como presunto traidor. Ahora bien, reconoce que durante el “Gran Terror” fueron fusilados 800.000 miembros del PC y 35.000 oficiales, si bien no cuantifica los muertos en las hambrunas producidas por la forzada industrialización (¿cerca de veinte millones?), operación que considera era absolutamente necesaria para que Rusia superase de una vez por todas su atraso secular.
Y, en fin, desmiente categóricamente que quisiera que España fuese un país comunista y afirma con rotundidad que “el derrame cerebral que acabó con su vida no fue accidental, sino provocado”.
En resumidas cuentas, que en tiempo de Stalin “se trabajaba y se estudiaba” y que el mayor tirano del siglo XX “fue capaz de transmitir a la gran masa de la población su propio paroxismo del esfuerzo, de la esperanza en una vida mejor, la aspiración a saber, el sueño de que nada es imposible”. ¿Lo más notable de todo? Pues bien, que esta biografía, completísima y excelentemente documentada, y escrita muy amenamente, todo hay que decirlo, es obra de un antiguo oficial del Ejército franquista… ¡Velay!
Escribe tu comentario