El indulto es –según el Diccionario del español jurídico– una “medida de gracia […] por la que se dispone la remisión de todas o de algunas de las penas impuestas al condenado por sentencia judicial firme”. La reflexión iusfilosófica siempre ha ligado, pues, esta peculiar facultad con el ejercicio del derecho de gracia, como algo propio y originario del gobernante desde tiempo inmemorial en Occidente. Se trata, en efecto, de conceder al reo incondicionalmente la dispensa (total o parcial) del castigo ya impuesto; así, es análogo al perdón otorgado por la víctima respecto de una ofensa privada: el rey actúa como representante plenipotenciario de toda la comunidad política agraviada por el delito.
Cuando en España –en 1870– la ideología codificadora consumó la paradoja de encorsetar una institución que va más allá de la ley humana positiva, tales asuntos eran competencia del Ministerio de Gracia y Justicia. Lo cual me parece muy significativo: no en vano, el indulto puede adoptar dos formas distintas –que no se confrontan, sino que son complementarias. Aquí debemos recuperar uno de los principios filosófico-teológicos de la síntesis tomista: “La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona” (STh I, 1, 8, ad 2); más aún, la asume, con sus bienes propios y sus deficiencias, como “una perfección presupone lo que es perfectible” (STh I, 2, 2, ad 1).
Una primera modalidad del indulto, que pertenece al orden natural de la justicia humana, es aquella en la que el perdón del condenado se otorga como manifestación de la virtud de la equidad. Según nos explica santo Tomás, cuando sea pernicioso cumplir la norma a rajatabla, “lo bueno es, dejando a un lado la letra de la ley, seguir lo que pide la justicia y el bien común” (STh II-II, 120, 1, co).
Dicha forma del indulto, que es una concreción de la facultad correctiva de la dureza de la norma por parte del gobernante, cuando un cumplimiento rígido se haría insoportable, parece ser la que se recoge en la Ley de 18 de junio de 1870, de Reglas para el ejercicio de la Gracia de indulto. Así se interpreta del artículo 11, que apela a “razones de justicia, equidad o utilidad pública” para otorgar la remisión total de las penas a los reos de cualquier delito. Pues en ocasiones el bien común exige, según la prudencia política, perdonar o conmutar el castigo en aras de la concordia: la amistad civil entre compatriotas es el fin superior al que se ordena también todo acto de justicia y equidad.
La segunda modalidad del indulto se fundamenta en la misericordia, la cual consiste en socorrer al prójimo para erradicar o aliviar su sufrimiento. En términos jurídicos podemos hablar de la clemencia del gobernante como efecto consiguiente al amor de caridad que tiene por sus súbditos. Según explica santo Tomás, “entre todas las virtudes que hacen referencia al prójimo, la más excelente es la misericordia” (STh II-II, 30, 4, co). Aquí nos situamos en el plano de lo sobrenatural, donde la gracia completa las realidades humanas llevándolas a su culminación. De igual forma el derecho de gracia va más allá de la estricta justicia –incluida la equidad extra legem–, dispensando a alguien sin merecerlo.
Análogamente a la misericordia infinita e incondicionada que Dios tiene con los pecadores, a quienes nos perdona siempre el mal de culpa y nos remite la pena debida, así el gobernante puede indultar al reo, si ello se orienta a la paz y a la salvación de las almas.
Una vez aclarada la naturaleza del indulto como manifestación del poder del gobernante, conviene abordar algunos malentendidos que se leen por doquier, estas últimas semanas, al respecto de tan digna figura. Con ocasión del mediático caso de los políticos independentistas condenados en 2019 por el Tribunal Supremo (a penas de hasta 13 años de prisión e inhabilitación absoluta) como autores de delitos de sedición y malversación, la prensa y las redes sociales se han hecho eco de posturas muy enfrentadas, un signo inequívoco del maniqueísmo y la polarización en los que vive instalada nuestra patria.
A pesar de las radicales discrepancias sobre la conveniencia o no de otorgar el perdón de las penas a los sediciosos, hay un factor común en la mayoría de opiniones publicadas: no se acierta a comprender la causa formal (en un sentido aristotélico-tomista) del indulto. En aras de defender una postura favorable o contraria a la remisión del castigo de los políticos independentistas, se recurre a argumentaciones en ocasiones falaces o equivocadas, haciendo buena la fórmula maquiavélica de que “el fin justifica los medios”. Confusiones conceptuales articuladas en torno a cuatro grandes errores, que trataré de refutar a continuación.
Por parte del sector progubernamental, se apela en primer lugar a la función que tendría el indulto en el sistema constitucional como una manifestación del equilibrio de poderes. Obviamente, aquí en seguida se remite a la conocida obra de Montesquieu –a quien, no obstante, conviene recordar que el ministro socialista Alfonso Guerra mató con solaz en 1985, al hilo de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Más allá de la paradoja, lo cierto es que en aquel país donde más influyó De l’esprit des lois a la hora de redactar la Carta Magna sí opera el perdón como un paradigma de los checks and balances que vertebran el entramado institucional.
En efecto, en los Estados Unidos de América, el jefe del poder ejecutivo (ya sea el presidente o un gobernador) puede indultar a cualquier condenado, y tal facultad se concibe como un contrapeso a la labor exclusiva de los órganos judiciales. Sin embargo, no hay que olvidar que la “separación de poderes” es un mito del constitucionalismo moderno, incapaz de dar razón del ejercicio prudente y limitado de la autoridad soberana cuando se anula la sumisión del gobernante a las leyes naturales y divinas. Entonces se crea la quimera de que, “por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”: un mecanismo inmanente que solo consigue frustrar a quienes han constatado su inoperancia.
El otro gran “mantra” que los partidarios del perdón a los sediciosos repiten sin cesar es el de la concordia, si bien aquí el tótem se camufla en advocaciones diversas. De modo explícito la invocó ufano Pedro Sánchez, en los albores de esta nueva vuelta de tuerca al procés; recientemente, Oriol Junqueras ha dado su beneplácito al indulto como gesto –un mal menor– orientado a “aliviar el conflicto, paliar el dolor de la represión y el sufrimiento de la sociedad catalana”. Otos recurren a las metáforas médicas de cerrar las heridas o coser una polis dividida. En esta ocasión, aunque la idea de fondo es correcta, conviene desenmascarar la falacia argumentativa.
Por supuesto, las dos formas del indulto explicadas arriba se ordenan –igual que sucede con todos los actos del gobernante– al bien común en el orden político, que es efectivamente la amistad civil entre los compatriotas. También es cierto que la concordia va más allá de la estricta justicia: no se contenta con dar a cada uno lo suyo, sino que incorpora la dinámica de la gratuidad en las relaciones humanas, propia de la virtud de la caridad. Pero es absurdo pensar que el perdón para los líderes secesionistas, en las condiciones sociales actuales, contribuye lo más mínimo a la amistad civil, sobre todo si tenemos en cuenta el nulo arrepentimiento del que presumen los condenados.
Si nos movemos al otro extremo del espectro ideológico, los detractores de los indultos traen a colación, por ejemplo, el Código penal español de 1822, cuyo articulado prohibía otorgar el perdón a quienes cometieran delitos políticos –entre otros, rebelión o sedición. No obstante, dicho precepto manifiesta la injerencia del legislador liberal en una facultad propia y originaria del gobernante, cuyo único límite está en la ordenación al bien común según la prudencia. Ciertamente, hay infracciones respecto de las que es difícil justificar la remisión del castigo del culpable por razones de concordia, pero sería un craso error racionalista cerrar la puerta por ley a tal posibilidad, como si nunca cupiera.
Así como el bien último de la salvación de las almas explica que Dios perdone pecados mortales, de forma análoga cabe entender que el fin de la comunidad política –que es la amistad civil– se logre mediante indulto, en algunos casos de delitos graves contra la patria. Y ahora tampoco vale objetar que el perdón del ofendido no es posible cuando se afecta a la ciudad entera, pues ésta no es persona, como sí lo es Dios. Asumir tal argumento significaría excluir la idea de que la unidad de la polis se manifiesta en su legítimo representante, de igual modo que un padre dispensa a quien agravia a su hijo.
Finalmente, hay voces críticas con la decisión del Gobierno que apelan al carácter anacrónico de la figura: la misericordia no encuentra acomodo en Estados liberales y aconfesionales, donde prima el igualitarismo y los individuos aislados de la masa informe no tienen la condición de súbditos –sujetos a la autoridad del rey– sino de ciudadanos. Tal es el precio de la libertad de los modernos: renunciar al padre de la patria que se apiada del hijo díscolo. Sin embargo, este planteamiento también es falaz: la dignidad intrínseca de la comunidad política y su gobernante no se anulan por el ejercicio torticero del poder; incluidas las decisiones prudentes sobre derecho de gracia en aras de la concordia.
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