Paso la tarde en casa mientras por televisión se da cuenta de la celebración en Madrid del día del “orgullo gay” con un desfile, obligatoriamente reducido por las circunstancias derivadas de la pandemia, y recuerdo que conservo en mi biblioteca un ejemplar del libro titulado “Gamberros, homosexuales, vagos y maleantes” (Barcelona, 1962). Título sin duda lapidario para una obra cuyo autor fue el magistrado juez del Tribunal de Vagos y Maleantes Antonio Sabater, instancia judicial creada por la República y reconvertida por el franquismo en Juzgado de Peligrosidad social.
Aquellos tiempos han sido recordados una y otra vez, no sin razón, como paradigma de una intolerancia que, vamos a decirlo con claridad, no fue patrimonio exclusivo de la España carpetovetónica y ni siquiera del franquismo, sino de la generalidad de los países. Touko Valio Laaksonen, más conocido como Tom de Finlandia, máximo representante del arte plástico homoerótico (hoy inmortalizado en un sello de correos) fue perseguido por su condición sexual y el matemático Alan Turing, padre de la computación y la informática modernas, procesado por homosexual, por citar solo dos casos bien conocidos. En España hubo centenares de ejemplos que podríamos traer a colación, aunque, por fortuna, en nuestro país siempre ha estado vigente el principio de que “el rigor de la ley se atenúa con su incumplimiento”. De este modo, en pleno franquismo y en la misma Barcelona (en Madrid no, entonces se miraba con envidia a la capital catalana) funcionaban locales gais que no tenían nada que envidiar a los actuales. Eso sí, siempre quedaba el albur de la mala suerte (a un dirigente del régimen un guardia le descubrió en su coche en incómoda coyunda con un chapero la víspera del día en que le habían de condecorar) o de que al poncio de turno le diese la revolera y ordenase una redada “purificadora” que producía efectos desastrosos. Al nefasto Tomás Pelayo Ros, que fue gobernador y jefe de Falange de Barcelona (que Dios tenga en su gloria, aunque después de haber pasado una larga temporada en el purgatorio), le dio por cerrar todas las casas de citas (por lo visto, tampoco le gustaba el sexo hetero) y organizó un “auto de fe” en la Delegación de Cultura porque le dieron el chivatazo de que por ella circulaban “invertidos” (ya se sabe: el sector cultural está lleno de rojos y maricones).
Pero cambió el régimen, llegó la onda reivindicativa de Stonewall y España se sumó con entusiasmo a la celebración del “orgullo gay”. Se condenó cualquier forma de segregación legal, se aprobó el matrimonio igualitario y hasta se reguló, no sin polémica, el transgénero y en los últimos 45 años ha habido autoridades, representantes parlamentarios y personalidades de toda laya que no han tenido dificultad alguna en reconocer su identidad gay. Con dos únicas excepciones, las de los futbolistas y toreros (hubo uno, Sidney Franklin, pero como era estadounidense no cuenta).
Todo hace pensar que en Europa en general y en España en particular hemos avanzado mucho en el reconocimiento de la diversidad sexual, pero aun así no parece oportuno echar las campanas al vuelo. En los mismos días en que se celebraba el orgullo se registraron varios casos de ataques homofóbicos en puntos de nuestro país. Y el personal docente sabe que en el ámbito escolar los alumnos gais no lo tienen siempre fácil. Es verdad que ya no existen ni el delito de “escándalo público”, ni la Ley de Peligrosidad social, pero todavía se oye con mucha más frecuencia de la imaginable pronunciar con odio el epíteto “¡maricón!”.
Nos podemos consolar pensando que en la propia Unión Europea hay situaciones mucho peores. Hemos podido escuchar con vergüenza ajena al presidente checo calificar de “repugnantes” a las personas transgénero; el primer ministro húngaro Orbán ha tenido la desfachatez de hacer aprobar (aunque parezca increíble, con los votos de todo el parlamento, menos uno) una ley en la que se equipara prácticamente la homosexualidad con la pederastia; y en Polonia se ha creado un distintivo para los municipios libres de gais que recuerda el “judenfrei” que los nazis colocaban con el mayor orgullo en aquellos pueblos cuyos residentes hebreos habían sido pasaportados en su totalidad a los campos de concentración (por cierto, en Chechenia ya lo hay para homosexuales).
En resumidas cuentas: el alborozo de la dignidad reconocida no debe obviar que aún queda un largo camino que recorrer por estos mismos pagos y no digamos más al sur del Mediterráneo y al este de Europa, donde existen países en los que la condición sexual de una persona puede suponer la pena de muerte. Ser gay todavía equivale en muchos sitios a ser considerado “peligroso social”. O simplemente maricón.
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