Directora de ESADE Women Initiative; ha sido Directora General de ESADE entre 2010 y 2018.
Pertenece a consejos asesores de escuelas de negocio internacionales.
“Un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar el mundo”. Estas fueron las palabras pronunciadas por Malala Yousazfai, a la edad de 17 años, ante la Asamblea de Naciones Unidas, poco después de recibir el Premio Nobel de la Paz. Malala había sido víctima de un terrible atentado perpetrado por los talibanes por defender el derecho de las niñas en Pakistán a acceder a la educación. Y es que, hoy todavía, a millones de niñas en el mundo se les niega el derecho a estudiar.
Malala tenía razón; la educación es quizás el elemento transformador más potente de la sociedad; las aulas, además, ya sean las de educación infantil, primaria, secundaria o superior, son el lugar donde los sueños empiezan a tomar forma; sueños que de repente se ven truncados en situaciones de guerra como la que está sucediendo en Ucrania. Las mujeres que forman parte de las largas caravanas de refugiados no luchan en estos momentos más que por un propósito: salvar sus vidas y las de sus familias. Cuando sientan que están en un lugar más seguro y en un entorno más estable, una de sus primeras prioridades será, sin duda, que sus hijos e hijas puedan volver a sentarse en un aula para soñar de nuevo en un futuro.
A partir de las dos premisas, educación transformadora de la sociedad, y educación para perseguir un sueño, parecería que la educación debiera ser una de las grandes prioridades de políticos y agentes sociales.
Uno de los sueños que persiguen, no sólo las mujeres, es que la igualdad de género sea una realidad en un futuro más próximo de lo que predicen diferentes informes que sitúan el final de las desigualdades no antes de 50 o 100 años. Podemos enumerar una larga lista de propuestas para conseguirlo; si se pusieran en marcha todas ellas y fueran acompañadas de un compromiso real de implantación, se podría avanzar. Sin embargo, demasiadas veces son buenas ideas que por una u otra razón no llegan a materializarse.
Quizás haría falta promover primero cambios culturales, eliminar prejuicios y sesgos inconscientes. Son muchas veces estos sesgos los que explican la dificultad de la mujer para acceder a puestos de responsabilidad en las empresas, la persistente existencia de brechas salariales, y la escasa presencia femenina en los trabajos relacionados con la alta tecnología, que parecen reservados a los hombres, simplemente porque no se estimula suficientemente a las niñas a estudiar ingenierías, matemáticas o informática.
Una educación basada en el compromiso con la igualdad de género y la inclusión conseguiría esta transformación necesaria. En la educación infantil, la primaria y también la secundaria es donde los niños y las niñas pueden adquirir comportamientos inclusivos y no discriminatorios y aprender a ser ciudadanos responsables.
Pero es en la universidad y en las escuelas de negocio donde los jóvenes aprenden una profesión. Muchos de ellos se convertirán en investigadores, jefes de equipos, empresarios o directivos. Tomarán decisiones cuyo impacto no será neutro. Si aprenden a incluir la perspectiva de género en todas y cada una de sus acciones, se convertirán en agentes de un cambio que parece tardar demasiado tiempo en llegar. Afortunadamente las instituciones educativas están desarrollando programas para que esto suceda. Deberíamos darles visibilidad y dotarlos de más recursos.
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