Mañana... todos enfermos

Mario Polanuer

Pastilals


Los seres humanos han mutado:


Los niños traviesos y movidos que se distraen con facilidad se han convertido en pequeños enfermos afectados de un trastorno de hiperactividad con déficit de atención. La gente angustiada, triste, jodida y/o cabreada por cosas que le han sucedido, desde quedarse sin trabajo hasta romperse un brazo se ha convertido en convaleciente de un trastorno adaptativo con síntomas depresivos, ansiosos, con afectación del carácter, de la conducta o con una combinación de varios de los anteriores. Las personas que han perdido a alguien querido y están tristes más intensamente o mayor tiempo del que los comités de expertos consideran normal se han transformado en afectados por un duelo patológico.


Se han producido muchas más metamorfosis de este estilo: a medida que las enfermedades psiquiátricas aumentan en número (es el caso: la cantidad de diagnósticos que recogen los manuales se ha multiplicado por cuatro en los últimos 30 años) problemas normales, consustanciales a la vida, complejos y críticos en muchos casos, que se abordaban en la familia, con los padres, los hermanos y los amigos, y que se resolvían o sobrellevaban mediante la educación y el amor, la compañía y el diálogo, el consuelo y la templanza, han pasado a considerarse enfermedades. Se abordan en la consulta del médico que, si no está muy avisado (y la formación académica no ayuda a estarlo) los trata como enfermedades.


Nada de educar a mi hijo, de elaborar una pérdida en el tiempo que cada uno necesite ni de salir a manifestarse contra el expediente de regulación de empleo que hizo que me echaran o contra la reforma laboral que permite que despedir a un tipo de 55 años con 30 en la empresa y contratar a un joven pagándole la mitad sea más barato que mantener al primero hasta una jubilación digna.


Anfetaminas, ansiolíticos y antidepresivos. Más sencillo, más tranquilizante, evita problemas sociales y, de paso, fomenta la industria aumentando las regalìas de los fabricantes de medicamentos. Y si el médico no consigue curarlos los remite al especialista, el psiquiatra, que implementará tratamientos más sofisticados: si el enfermo ha llegado a su consulta es porque su caso es verdaderamente grave.


El campo de la normalidad psíquica se está estrechando hasta tal punto que pronto no va a caber nadie. Como la psiquiatría trata las enfermedades del alma que, en términos generales, tienen como síntomas emociones desbocadas, pero que no son cualitativamente distintas a las que sienten las personas tenidas por normales, resulta especialmente sensible a la cuestión de lo normal y lo patológico.


La cultura en la que vivimos no distingue entre patológico y anormal y la definición de normalidad excede con mucho la cuestión psicopatológica. Es una definición básicamente ideológica y son los poderosos los que imponen la suya como verdadera. Como muestra un botón bien conocido: en la Unión Soviética se encerraba a los disidentes en hospitales psiquiátricos, con la complicidad (voluntaria o no) de los médicos. La disidencia era señal indefectible de locura. O su revés: se utilizaban métodos psiquiátricos para reprimir la disidencia.


Consecuencias de este cambio: se dispara el consumo de psicofármacos, se colapsan los servicios de salud mental y la atención es cada vez más impersonal, se fomenta la resignación y, lo peor de todo, los ahora definidos como trastornos no sólo no se curan con los tratamientos que los protocolos farmacológicos proponen: un niño anfetaminizado corre serios riesgos de convertirse en un adicto, un duelo no elaborado conduce a la melancolía y la adaptación a una injusticia flagrante no es otra cosa que sumisión.


Esta mutación favorece muy poco a los que han mutado y mucho a quienes la han promovido. La cuestión es, como tantas veces, quién manda.

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