Desde el momento en que deseé ir a Móstar aprovechando un viaje por Croacia pensé que era una temeridad pero sentía una intensa atracción. El único obstáculo era que la compañía de alquiler del coche en Italia excluía en su seguro a Bosnia-Herzegovina y a otras repúblicas de la recién rota república de Yugoslavia.
Nada extraño porque era el mismo comportamiento excluyente que Europa había mantenido durante la contienda. Me costaba aceptar el desprecio de las compañías occidentales hacia esa nueva república pobre. Excluirla del seguro implicaba alejarlas de la posibilidad de recibir un cierto beneficio del turismo que volvía a interesarse por esa zona. Móstar ha sido el símbolo de la lucha feroz entre croatas y la comunidad musulmana. Los soportes en la guerra y las condiciones de vida de cada una de las comunidades fueron muy desiguales.
La guerra, recién terminada, había sido terrible para sus habitantes. Ir a Móstar era, de algún modo, para nosotros un gesto de solidaridad. Había otras razones. Durante la guerra varios compañeros de organizaciones humanitarias que hacían soporte a la salud mental de la población fueron atacados, con suerte distinta y ese suceso me conmovió. Además, acababan de inaugurar el puente sobre el rio Neretva, destruido como ejemplo de ruptura del encuentro entre las comunidades de uno y otro lado que estaban enfrentadas a muerte aunque hasta entonces había convivido en una cierta armonía e intercambios. La reconstrucción del puente era la metáfora de la reconciliación de las comunidades que componían la ciudad.
Atraídos por todo ello decidimos no aceptar el límite que imponía la agencia de alquiler de coches y entramos en el país casi al atardecer con la idea de una visita rápida y acotar así los riesgos de problemas que no cubría el seguro. Móstar está a no más de cuarenta kilómetros de la frontera croata por la parte sur. Aparcamos cerca del puente, junto a una mezquita restaurada como si nada hubiera pasado. Nos atendió una joven con velo que había estudiado turismo en España. No había huellas de la guerra. Sí las había en lo que supusimos podría haber sido una gran biblioteca ahora destrozada. La apertura del puente fue recibida como el fin del aislamiento y la superación de la ruptura. Cuando llegamos estaba reluciente y solitario.
A sus lados tiendas de suvenires cargadas exclusivamente de recuerdos de la guerra: balas, medallas al mérito por matar enemigos, antiguos vecinos o por librar a amigos de los ataques enemigos, gorras, ropa militar y pequeños objetos de escaso valor y menor gusto. Entramos en una pequeña oficina de turismo. De golpe nos alarmó un ruido tremendo que se fue concretando: ladridos y un coro de risas estruendosas. Lo que vimos nos dejó conmocionados.
Una pareja joven cruzaba el puente. Llegando a la parte más alta, antes de descender hacia la otra orilla varios perros rodearon amenazantes a la pareja. Eran muy jóvenes, delgados, de piel oscura y rostro frágil. Los perros les acorralan y un grupo de hombres reían mientras los azuzaban. Ella se agarra a él que la abraza y quedan inmóviles. Presencio la escena con horror e impotencia. Es dantesca. Me invade un miedo intenso ante tanto odio. Los hombres disfrutan con el miedo de los jóvenes que, indefensos, esperan que se cumpla lo que haya de ser. Los perros enfurecidos obedecen a sus amos. Quedé aterrado. Sentí escalofríos. Aun me duele no haber hecho nada pero no pude. Yo soy ellos, los que sufren y siento allí la misma indefensión y desamparo. Y no puedo hacer nada. Me doy la vuelta, huyo, rehago aterrorizado el camino que acababa de recorrer, entro en el coche y pasado un rato me veo en una carretera buscando la salida de aquel lugar de muerte. Estoy desprotegido en ese país y busco ansioso el punto fronterizo por el que volver a Croacia de nuevo. Hasta llegar allí, ya casi atardecido, no me doy cuenta de que nada he decidido y que me he movido por un miedo atroz. Por el camino encuentro tanques, muchos, de un ejército que no se a dónde va, de dónde viene ni con qué fin. En las cunetas hay tumbas anónimas. Por todos lados casas quemadas que conservan su estructura pero no la parte alta, de madera, que ha ardido. No hay fotos posibles de tanta desolación. No es necesario. En mi memoria están grabadas con una precisión hiriente.
Han pasado los años y sigo asombrado por lo que vi, lo que sentí y lo que no hice si es que algo podía hacer ante aquel atropello. No fue cobardía. Me invadió el terror de un modo que nunca había sentido. No tuve tiempo de sentir dolor, vino luego, cuando sentí una tristeza infinita. Ese odio en los ojos, los perros excitados, el goce tan horrible en los hombres, todo hombres y a la vez tan poco humanos, sin corazón, posiblemente también heridos y frágiles, encallecida el alma ahuyentando su miedo poniéndolo en los otros. Todos heridos, todos frágiles, con el sangrante miedo al otro, heridos de la muerte de lo humano, de esa pesadilla que es vivir al otro con rencor, con miedo, amenazante y frente al cual solo queda defenderse hiriéndolo, asustándolo, vejándolo.
Han pasado los años y sigo viendo escenas similares: una periodista que pone la zancadilla a un hombre que busca refugio con su bebé en brazos huyendo de la barbarie en Siria; un policía que golpea sin piedad a un emigrante que salta una valla en cuyas concertinas se ha dejado trozos de su piel, un dirigente que amenaza con muros y con vetos que desamparan, etc. Ya no siento aquel miedo pero mucho dolor ante tantos rechazos. El odio es una herida.
El odio en Mostar, en Sarajevo, en Dubrovnik, en Homs, en Alepo, en París, en Melilla, en USA y en esta Europa cada vez más encerrada en sí construyendo fronteras que excluyen a unos y recluyen a otros, para engañar su miedo. El miedo es una herida. Todos estamos cada vez más heridos del temor infundado al otro, del miedo al extranjero, del miedo a todo aquello que en nosotros es frágil y que ponemos en el otro como causante, erróneamente, de nuestra fragilidad.
Por la noche, ya lejos de Mostar, soñé. Los sueños son muchas veces la huella de una herida.
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