¡Escupe cabrón! O sobre la dignidad herida

José Leal

9Grupo de inmigrantes



"Escupe, cabrón. Te digo que escupas". Sus palabras retumbaban en una de las calles del Raval hace unos años. Lo tenía agarrado por la nuca y presionaba su medio cuerpo superior hacia el suelo formando con éste un ángulo que no superaba los 45º con lo que el sufrimiento del agredido debía ser grande. Lo repetía con una intensidad escalofriante y con el poderío que solo da el saberse impune.


Por sus facciones parecía que el agredido era de origen norteafricano; no así el agresor. La exhibición de poder que hacía uno de ellos me llevaba a pensar en que algo entre ellos era profundamente desigual y no solo la fuerza física.


Busqué a alguien a quien informar de lo que estaba sucediendo. No lejos de allí había un policía municipal que parecía no querer ver lo que estaba sucediendo. Me acerqué para informarle y sus palabras fueron claras y casi amenazantes: sigue tu camino y no te metas en lo que no te importa.


Enseguida pensé que un policía de paisano pretendía, de modo contundente, obtener la prueba de algún posible delito. Sentí la misma rabia que en aquellos terribles tiempos en que tales prácticas eran frecuentes sin consideración alguna al respeto a los derechos de las personas.


No he vuelto a ver en la calle escenas similares en las que lo que predominaba fuera la agresión física hecha con semejante seguridad pero sí otras formas de desprecio y abuso en el ejercicio del poder. Me cuenta Ernesto, de origen nicaragüense, casado con una mujer catalana que hace unos días tras salir de Zara un policía le pidió la factura de una chaqueta nueva.


Me dice Moha, originario de Mali y en la misma situación legal que el anterior, que lleva consigo la factura de su Smartphone porque no es extraño que se la pidan por la calle los diversos miembros de cuerpos de seguridad con que se encuentra. 


Edgar cuenta en el periódico digital Público del 7 de Junio pasado su historia de ingreso en el servicio de psiquiatría de un hospital en Barcelona. Aconsejado por su médico acude para calibrar su propio ingreso voluntariamente. Cuando está en la entrevista de acogida ve que su compañera está en la sala de espera, pide salir a abrazarla, se le niega tal posibilidad, se enfada, sale la psiquiatra de guardia sin mediar palabra y al poco entran siete hombres en la sala en la que está, después pasa a una cama y lo atan con correas. Lo contó también en el Parlament de Catalunya reclamando con asociaciones de usuario, de familiares y de profesionales de la salud mental la erradicación de tales prácticas.


Algunos las siguen llamando medidas terapéuticas de contención mecánica. No es así. Ni son contenedoras ni son terapéuticas; al contrario, es una de las más dolorosas violencias a las que puede ser sometida una persona en situación de fragilidad. Su nombre es coerción. Se sabe que en los últimos meses dos personas han muerto por paro cardiaco mientras estaban en esa situación de atadura. Atentan gravemente a la dignidad de las personas y tiene serias repercusiones sobre la salud como todo ejercicio abusivo de poder por más sutil que sea y que provoca violencias. Otras prácticas son posibles.


Alda Merini, una magnífica poeta italiana que pasó parte de su vida en instituciones manicomiales cuenta en "L'altra verità, diario di una diversa" las experiencias de largos ingresos en instituciones manicomiales. Expresa lo útil que le fue el conocimiento "de la simbología freudiana para entender mi situación y mis actos inconscientes. Pero mucho me ayudó el doctor G. que con su terapia de la no violencia, daba al enfermo la sensación de poder estar aún vivo, o de poder al menos acceder a aquella especie de autenticidad del vivir a la que de hecho, el enfermo solamente aspira." 


Esta terapia de la no violencia a la que se refiere es la escucha atenta, respetuosa y el decir sosegado que comparten ambos, con palabras y silencios, muy lejos del uso de la coerción que es la presión ejercida sobre alguien para forzar su voluntad o su conducta y uno de los más altos riesgos que corren los profesionales en la búsqueda de objetivos de sus intervenciones con sus usuarios, en especial con los menos colaboradores.


La coerción suele implicar siempre una violación de los derechos individuales, atenta a la autonomía y libertad de las persona, no resuelve ningún problema porque en lugar de facilitar el cambio de ésta y su implicación le obliga a ciertos aprendizajes de acomodación, sometimiento o rebelión que relanza la violencia, lleva al más débil a una "encerrona trágica" e impide la práctica de una relación de reciprocidad.


La implicación de los sujetos en la solución de sus problemas es un importante valor porque significa repropiarse de su capacidad de cambio de la que lo alejan las prácticas de dependencia o coerción. Estas llevan al sometimiento cuando en el ideario de todo profesional lo que debe predominar es la búsqueda de los objetivos propios de cada tarea sin menoscabo de la libertad del sujeto y su autonomía.


En la vida cotidiana se producen un sinfín de actos de reciprocidad, de cooperación y de soportes compartidos. Coexisten, a la vez, un alto número de tratos desconsiderados y con pocos miramientos, intimidatorios y coercitivos. Frente a ello hay que crear condiciones en la relación basadas en el respeto y en los derechos de las personas haciendo desaparecer la intimidación y la prepotencia del poder y también del saber que lleven a la creación de un espacio que permita el encuentro.


Es ahí y solo así como se produce esa experiencia emocional de buen trato, de reconocimiento que no es exclusiva de ninguna profesión, de ningún saber específico y que tiene efectos primero de bálsamo y luego de cambio en el sujeto. Ello implica una relación basada en la confianza y el respeto.


Ese respeto implica aceptar su ritmo y , especialmente en los procesos psicoterapéuticos y otros ámbitos asistenciales, el tiempo que necesita para poner palabras a lo que le sucede. La violencia física no es la única ni la principal forma de maltrato y abuso. Lo es también la invasión sobre la intimidad del sujeto que significa exponerlo, expropiarlo, arrebatarle sus historias y meterlo en circuitos de contarlas, a veces sin sentido ya para él por las mil veces contadas, en la falsa creencia de que contar libera cuando en realidad expropia.


Esa expropiación del sujeto se produce cada vez que éste es obligado a someterse a exploraciones, tratamientos, seguimientos y coordinaciones sin su consentimiento y fuera de una asignación de sentido. No significa esto una desvalorización de la palabra sino de cualquier palabra, en cualquier momento, arrebatada por cualquier profesional como hacía, salvando las distancia, el policía del inicio de este artículo.


La palabra, fuera de marco, de sentido, de proyecto, y de escucha competente, no solamente no tiene valor en sí sino que, además, resulta ser una obligación intrusiva, humillante, agotadora y desesperante para quienes se ven obligados a ella. La palabra solo accede de verdad a su dimensión propia cuando se encuentra marcada por los tiempos también de silencios y omisiones que el sujeto marca, siendo en todo momento el dueño de su distribución y evitando así la construcción de una variante de relato autobiográfico tan desinvestido que puede usarlo con un mínimo de sufrimiento y en el que el sujeto se esconde y se pierde.


Ello debe llevar a una gran prudencia y al ejercicio humilde del saber porque éste no tiene efectos beneficiosos por sí mismo sino por su modo de utilización comprensiva y ajustada al tiempo, necesidades, posibilidades, voluntad y libertad del otro. Es decir, sujeto a valores.


Cuando escribo este trabajo me entero de la muerte de Simone Weil , defensora de la libertad, la dignidad de la persona, de los derechos humanos, la justicia, la solidaridad y el papel de la mujer en la sociedad moderna, que se libró del exterminio nazi en el campo de Auschwitz al que llegó con 16 años gracias a la piedad y protección de su terrible guardiana, hecho que nunca supo explicarse la propia Weil y que atribuyó a que aquella mujer implacable en la aplicación de las instrucciones del genocidio, necesitaba demostrarse en algún punto humana.


Unos días antes de la muerte de Weil, el parlamento alemán legaliza el matrimonio de personas del mismo sexo y unos días después se celebra en Madrid el día mundial del Orgullo LGTB, magnífica celebración de la diversidad y de la diferencia.


En tiempos de incertidumbre, de tanta inseguridad y de naufragio de tantos valores el recuerdo de tantos que abren caminos y cualquier avance es un motivo para celebrar y seguirse esforzando. Me vienen al recuerdo algunas frases del personaje de "Relato de un náufrago", de García Márquez: "estaba sin fuerzas pero completamente vivo y aquella certidumbre me produjo una sensación de desamparo". Y continúa: "el más insignificante rastro de la presencia humana tuvo para mí en aquel instante el significado de una revelación".


¿Por dónde habría que empezar para contribuir a la defensa de la dignidad y de la justicia? Se le preguntó a Martha Bussbaum, autora entre otros del libro "El ocultamiento de lo humano" en una entrevista en La Vanguardia. Ante tan compleja pregunta, ella respondió con la sencillez que da la sabiduría: "mirando en el interior de nuestros corazones".

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