“El último vuelo” de los dirigentes republicanos españoles y los colaboracionistas franceses

La derrota de la república en España y del sueño colaboracionista en Francia obligó a quienes se comprometieron política o militarmente en uno y otro país a tratar de escapar por vía aérea de la vindicta de los vencedores como relata Fernando Castillo.

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Libros.El último vuelo

 

El siglo XX fue generoso en conflictos cainitas que enfrentaron a connacionales en sangrientos conflictos armados cuyo resultado supuso en cada caso el triunfo de unos sobre otros y la imperiosa necesidad de los vencidos de poner tierra de por medio para escapar de las represalias de sus compatriotas adversarios. De las numerosas situaciones de este tenor que se produjeron a lo largo de dicha centuria Fernando Castillo estudia en “El último vuelo. Fugitivos de la república y de la colaboración (1939-1945)” (Renacimiento) dos en concreto: la de los dirigentes republicanos españoles, obligados a huir tras el imparable avance del Ejército nacional y la de los franceses que, tras la derrota de 1940, optaron por cooperar con los ocupantes alemanes de su país y que, con el imparable avance de los aliados, tuvieron a su vez que escapar de las garras de la resistencia. En ambos casos no tuvieron otra alternativa para escapar que la vía aérea.

El final de la guerra civil española impuso la necesidad de que los dirigentes republicanos más significados, con todas las fronteras terrestres en manos del adversario desde mediados de febrero de 1939, tuviesen que utilizar necesariamente ese medio de transporte. Tal fue en el caso del propio Juan Negrín, presidente del Consejo, como también el de las más destacados personalidades comunistas -Pasionaria, Tagüeña, Alberti- o el coronel Segismundo Casado entre otros muchos, que utilizaron los aeropuertos de Alicante, Valencia o Murcia para desplazarse bien en dirección a Francia, bien a la Argelia francesa. Es esta una peripecia por lo general suficientemente conocida, puesto que ha sido recogida con todo detalle por muy diversos autores que han tratado sobre la guerra civil y en este sentido el trabajo de Castillo, sin merma de su interés, parece poco novedoso.

El caso de los colaboracionistas franceses resulta para el lector español en cambio mucho menos conocido y de mayor interés. En primer lugar, porque el hecho de la colaboración ha sido celosamente eludido, ocultado o tergiversado durante muchos años en la misma Francia, temerosa de afrontar el examen de conciencia sobre las responsabilidades propias, cuando lo cierto es que buena parte de su población y figuras destacadas de su intelectualidad convivieron pacífica o pasivamente con la ocupación nazi y en muchos casos, colaboraron con entusiasmo por el “nuevo orden europeo”. Son numerosos los personajes cuya huida recoge Castillo en un itinerario que siguió el del propio gobierno de Vichy en su paso por Belfort para recalar en Sigmaringen o en el norte de la Italia bajo la autoridad de la República Social de Mussolini y con, en no pocos casos, destino, en algunos casos final y en otros transitorio, en la España franquista. 

El lector conocerá la peripecia de personajes prácticamente desconocidos por estos pagos como el fascista parisino Georges Guilbaud, cuya presencia es recurrente en las páginas del libro que comentamos. Claro que las huidas más famosas fueron las de Pierre Laval, presidente del Consejo de ministros de Vichy con el mariscal Pétain y de León Degrelle, político belga del partido rexista que combatió con la Waffen SS; el primero en su viaje desde Bolzano a Barcelona y el segundo en un increíble vuelo sobre territorio enemigo de Oslo a San Sebastián donde amerizó sin una gota de combustible en plena bahía de la Concha. Todo ello da lugar a una serie de situaciones, conflictos, intrigas o enfrentamientos como el habido en Italia por la posibilidad de subir a un “último vuelo” entre el  ministro de Educación de Vichy, Abel Bonnard por su empecinamiento de que cubriese la única plaza vacante disponible su hermano Eugéne, sin significación política alguna, y el periodista Jean Hérold-Paquis, cuyo fuerte compromiso ideológico le valió, al quedarse en tierra, su posterior fusilamiento. Sin olvidar otros personajes curiosos como la actriz Miriam Petacci, hermana de Claretta, la amante del Duce, que quiso hacer carrera en España, la glamourosa Maud Sacquard, el periodista Charles Lesca, francés de origen argentino, que dirigió el periódico colaboracionista parisino “Je suis partout”, el desafortunado Robert Brasillach, autor de una de las primeras historias de la guerra civil española o el despreciable antisemita, pero a la vez eximio escritor francés Céline, que escapó de la muerte gracias a haberse refugiado en su caso no en la España de Franco, sino en la hospitalaria Dinamarca.

El autor reseña las características de los principales aeropuertos utilizados en tales huidas, así los de Montaudran (Toulouse), Los Llanos (Albacete), Ariana (Túnez), El Fondó (Monóvar), Milán, Bolzano, La Senia (Orán) o El Prat de Llobregat (Barcelona), amén de los aparatos utilizados, a veces aviones de guerra habilitados apresuradamente para llevar pasaje (Douglas DC-2, Junker JU-52, De Havilland DH 89 Dragon Rapide -el mismo que usó Franco para desplazarse de Las Palmas a Tetuán-, Polikarpov R-Z Natacha, Focke-Wuff FW 200 A Condor, Savoia SM 83, Junkers JU-88 o Heinkel 111 H23).


 

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