Hay quien demoniza los videojuegos, como si tuvieran tentáculos catódicos capaces de inyectar sustancias adictivas en el cerebro de quien se acerca a ellos atrapándolos para siempre. Sin embargo, no existen objetos que produzcan adicción, es la persona la que se vuelve adicta a ellos al pasar del uso al abuso. Es frecuente escuchar a padres que se quejan de que su hijo está enganchado a las maquinitas, como quien se engancha a la cocaína. Se trata de adolescentes y niños que pasan horas inmersos en la pantalla, ajenos al mundo que les rodea. Si se estropea la videoconsola o funciona mal el wi-fi montan en cólera y si sus padres les obligan a apagar el aparato o le castigan sin él se transforman en la hidra de Lerna. Efectivamente, el comportamiento de estos críos es exactamente el mismo que el de un drogadicto: hará cualquier cosa con tal de meterse una buena dosis. Para conseguirlo utilizará el chantaje emocional, la mentira, la amenaza, la bronca y, llegado el caso, la agresión.
He aprendido de quienes trabajan con drogadictos que no hay posible recuperación sin dos condiciones previas. La primera es que la persona haya tocado fondo de tal manera (y para eso han de pasar años) que no le quede otra que pedir ayuda. La segunda y principal es que, para que eso ocurra, las personas del entorno cercano han de dejar de ser co-adictos. Siguiendo con la analogía droga-maquinita, como el niño adicto aún está lejos de tocar fondo y pedir ayuda por sí mismo, se tratará, en primer término, de que los padres dejen favorecer el abuso con su actitud co-adicta.
En pocas palabras, co-adicto es aquel que se queja de la actitud del adicto pero que, cuando éste pone en marcha su refinado dispositivo de coacciones y chantajes, no puede resistir la presión y, ya sea por miedo o “porque me sabe mal” o “para no oírte”, cede a sus deseos y afloja la pasta para que siga consumiendo. Co-adicto es quien cree en las palabras “te juro que ésta es la última vez” y proporciona al adicto los medios para acceder a la sustancia o al objeto que “necesita” consumir. A este respecto, conviene no perder de vista la diferencia entre necesidad biológica y “necesidad” psíquica y su relación con la ansiedad. En su origen, la ansiedad es un sistema adaptativo que ayuda al bebé a sobrevivir. Si sus constantes biológicas se descompensan porque le falta o le sobra algo que pone en riesgo su vida (si siente hambre, frío, calor, dolor…) y no puede aliviar la tensión autónomamente, se pone en marcha el mecanismo de la ansiedad disparando las alarmas en forma de grito. Si los adultos no acuden a la llamada y calman la angustia dándole al bebé lo que necesita, éste muere.
Sin embargo, nadie muere por falta de alcohol en la sangre o por no jugar al Call of Duty pero sí puede sufrir lo que los drogadictos llaman un monazo como King-Kong que es el sustituto psíquico de aquella ansiedad biológica primaria del bebé. El reto de los co-adictos, si quieren dejar de serlo y ayudar definitivamente al yonki, es no confundir una cosa con la otra, aguantar las embestidas del gorila y vencerlo. En el caso de los drogadictos, consiste en no darles dinero, en no abrirles la puerta pase lo que pase. Difícil pero ineludible tarea si realmente quieren que termine el infierno en el que viven. En el caso de los niños adictos a la maquinita, consiste en que los padres sean capaces de dictar y hacer cumplir algunas órdenes básicas: a) podrás jugar a la maquinita si previamente has cumplido tus obligaciones y tu comportamiento es adecuado; b) podrás jugar cuanto y cuando lo decida yo; c) si, pasado dicho tiempo, te niegas a dejar de jugar, la maquinita desaparecerá.
Si, desde el principio, los padres se mantienen firmes en estas normas (es decir, si encarnan la autoridad) es imposible que el niño se haga adicto y, así, se ahorrarán un montón de problemas. Por el contrario, si a los padres les da igual ocho que ochenta, la criatura, por naturaleza glotona y egoísta, nunca tendrá bastante y cuando papá o mamá le digan “deja ya la maquinita” montará el correspondiente pifostio con el único fin de angustiarlos y que le dejen seguir chutándose píxeles. No le den más vueltas, es una lucha de poder. Si la gana el niño, el mundo se pone al revés: el crío pilota el avión sin carné y los padres asisten pasivos en sus asientos al inminente cataclismo mientras se lamentan: “Es que no podemos con él”, “es que no quiere dejar la maquinita”.
Para ello, los padres deben arremangarse, decir no (por cierto, no hace falta gritar) y aguantar el tirón.No puede esperarse del hijo una actitud moderada. Si algo, lo que sea, le gusta con pasión, no habrá suficientes horas en el día para entregarse a ello con fruición y sin límites dejando de lado cualquier otra actividad o deber. Es tarea de los padres imponer dichos límites y frustraciones cotidianas y no esperar que los hijos maduren por ciencia infusa.
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