“¡Uno!”… “¡Dos!”… “¡Tres!”… “¡Cuatro!”… “¡Cinco!”…
El conteo se alza entre la multitud. Con cada cifra se repite una misma acción, como si de un ritual se tratase. Una persona mira al frente, cierra los ojos, levanta su mano hacia el cielo, cae desplomada. Poco a poco, los cuerpos se amontonan en el suelo, unos junto a otros, unos sobre otros.
“¡Dieciocho!” “¡Diecinueve!” “¡Veinte!”
Estas son las personas que murieron por defender los derechos de los afrodescendientes.
“¡Treinta y nueve!” “¡Cuarenta!”
Por defender los de la población LGBTI.
Los que quedan en pie esperan, pacientemente, su turno. Algunas con gesto serio, otros envueltos en lágrimas. Todas vestidas de blanco, muchos descalzos. En medio de un gran círculo, sus zapatos vacíos simbolizan a cada uno de los que faltan.
“¡Sesenta y cinco!”
Los campesinos.
“¡Ciento diez!”
Los docentes.
Así, más de cuatrocientas veces. Por las más de cuatrocientas personas asesinadas en Colombia por su liderazgo social y comunitario.
Esta escena tuvo lugar la tarde del pasado martes 7 de agosto en la plaza de la Catedral de Barcelona, recuperada por unas horas de la masificación del turismo veraniego. Mientras en Bogotá tenía lugar la toma de posesión del nuevo presidente de la República, Iván Duque, en un acto en que quedaron bien claras las intenciones del próximo gobierno de incumplir los Acuerdos de La Habana, la comunidad colombiana salía a la calle en ciudades de todo el mundo. Salía a recordar a sus líderes y lideresas asesinados, a denunciar que la cifra crece más y más, de manera exponencial, sin que se tomen medidas efectivas. A llorar por los muertos, pero también a también a bailar por la vida. A demostrar que la paz no es firmar sin más un papel, sino enfrentar con valentía la violencia estructural del segundo país más desigual de toda América Latina.
Apenas una semana antes de esta performance en Barcelona, en una pequeña localidad del Catatumbo, región de Colombia fronteriza con Venezuela, también caían cuerpos desplomados, uno a uno, entre una multitud a plena luz del día. En la llamada masacre del Tarra fueron asesinados diez campesinos: uno de ellos un líder social, miembro de la Asociación Campesina del Catatumbo, y otros cuatro exguerrilleros de las FARC, reincorporados a la vida civil hace ya más de un año. Difícil en este caso evitar el tópico colombiano y no hablar de la "crónica de una muerte anunciada", ya que son cientos las denuncias de los campesinos catatumberos de amenazas, atentados y seguimientos, de la existencia de estructuras paramilitares y de enfrentamientos entre grupos armados.
Desde las comunidades hablan más bien de frenar la violencia con inversión social; de respetar los acuerdos con las FARC y avanzar en el diálogo con el ELN, de la sustitución de cultivos de coca concertada con las comunidades en vez de la erradicación por la fuerza. Es decir, justo lo contrario de lo que parece que va a hacer Duque.
Barcelona. “ Desde acá lejos se sufre también. Muchos piensan que por estar en Europa, a salvo, uno no lo siente igual… pero nos duele mucho lo que sucede en nuestra patria, nos duele por nuestros líderes asesinados”. Una de las mujeres asistentes al acto expresaba así el dolor de quienes sienten desde la distancia la muerte en su tierra. Tras el recuerdo a las víctimas, con la caída del sol, la música y los bailes inundaban la plaza. Porque por mucho que lo intenten, que quieran callar sus voces, los colombianos y colombianas volvieron a gritar y a hacerse oír. "El pueblo no se rinde, carajo".
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