Cuando a finales de la pasada década estalló la burbuja inmobiliaria y empezó la crisis económica se desencadenó una epidemia de una enfermedad psiquiátrica descubierta hace relativamente poco.
Los Centros de Salud Mental empezaron a recibir cada vez más pacientes que sufrían Trastornos Adaptativos en sus distintas variedades; con síntomas depresivos, con síntomas ansiosos, con alteraciones de la conducta o con combinaciones de dos o tres de ellos.
Ahora bien, ¿qué es un trastorno adaptativo?
El manual de clasificación de las enfermedades mentales (DSM: Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales de la Asociación de Psiquiatría de Norte-América) lo define así:
A. La aparición de síntomas emocionales o comportamentales en respuesta a un estresante identificable tiene lugar dentro de los 3 meses siguientes a la presencia del estresante.
B. Estos síntomas o comportamientos se expresan, clínicamente del siguiente modo:
1. malestar mayor de lo esperable en respuesta al estresante
2. deterioro significativo de la actividad social o laboral (o académica)
C. La alteración relacionada con el estrés no cumple los criterios para otro trastorno específico y no constituye una simple exacerbación de un trastorno preexistente.
D. Los síntomas no responden a una reacción de duelo.
E. Una vez ha cesado el estresante (o sus consecuencias), los síntomas no persisten más de 6 meses
Agudo: si la alteración dura menos de 6 meses.
Crónico: si la alteración dura 6 meses o más.
La definición es farragosa y esquemática pero lo que está claro es que abre la puerta a considerar enfermos psiquiátricos a multitud de personas afectadas por la crisis.
Las palabras claves son: estresante -una situación que se percibe como amenazante o de demanda incrementada-, síntomas, malestar mayor de lo esperable -¿cuánto es lo esperable?- y deterioro de la actividad. Es decir que al sujeto le pasa algo dolorosamente impactante, se pone muy mal y deja de hacer las cosas que hacía habitualmente.
El criterio E, además, es extremadamente equívoco y un punto tramposo. ¿Cómo saber si una vez cesado el estresante los síntomas persistirían o no más de seis meses cuando el estresante no cesa? Porque hay estresantes que no cesan.
Hay mucha gente que ahora tiene más de 30 años que dejó de estudiar para trabajar en la construcción cuando la mano de obra era muy bien remunerada. Hoy tienen una familia, están sin trabajo y carecen de la formación necesaria para aspirar a empleos en otro sector.
También hay muchos que fueron despedidos más o menos cerca del final de su vida laboral que no tienen esperanza ninguna -y poquísimas posibilidades- de conseguir un nuevo trabajo. Como es lógico, esto hace que se sientan atemorizados ante la inminencia de un futuro de estrechez cuando no de miseria, que sientan el vértigo de estar ante un abismo y muchos de ellos literalmente se derrumban.
Sin ninguna duda sufren pero… ¿se trata de un trastorno mental?
Hacer un diagnóstico en base a unos criterios puramente descriptivos -el DSM pretende ser objetivo y ateórico- sirve para clasificar y hacer estadísticas. Pero al introducir este padecimiento en el campo de la enfermedad se esconde lo que los síntomas revelan sobre el estado de las cosas en nuestra sociedad.
Para quien el trabajo es un pilar sobre el que se asienta su identidad y un baluarte de su valor, perderlo le hace sentirse desvalorizado y degrada la imagen que tiene de sí mismo. Por ese motivo, empieza a hacer síntomas: se deprime, se pone ansioso, sufre.
El médico de familia lo percibe y lo deriva al psiquiatra "para diagnóstico y tratamiento", y vuelven a plantearse las preguntas: ¿Cuánto es el "malestar esperable"? ¿Cuál es la vara de medir? ¿Qué pasa, otra vez, cuando el “estresante” no cesa?
A las estrecheces propias de la situación de crisis, se agrega el sufrimiento de sentirse perdido, sin horizonte, devaluado. ¿Se trata verdaderamente de una enfermedad?
Si bien es cierto que ante las situaciones difíciles hay más de una manera de colocarse, en estos llamados trastornos adaptativos ¿qué está del lado del estresor y qué del estresado? ¿es un enfermo el que sufre las consecuencias de la transformación del estado del bienestar en un sálvese quien pueda y no puede soportarlo?
Cuando el problema está en la causa tanto o más que en el que lo padece, el psiquiatra puede hacer muy poco. El médico, decían los clásicos, ha de curar, si no puede curar aliviar y si también eso es imposible, acompañar. Pero... ¿cuál es la forma de aliviar en estos casos?
Los pacientes consultan porque sufren. Muchos de ellos son traídos a la consulta por sus cónyuges o por sus hijos en un verdadero estado de shock, atónitos ante la dureza de la nueva situación a la que han sido arrojados. Están angustiados y no pueden dormir. Considerarlos enfermos es un abuso, una manera de esconder la desprotección y el desprecio imperante por los derechos de las personas. Pero aunque no sea una verdadera enfermedad el sufrimiento es auténtico: están deprimidos y angustiados.
La prescripción de fármacos, en estos casos, es una cuestión muy delicada. Como no se trata de un problema rigurosamente médico el exceso, en la intención de eliminar todos los síntomas, lleva a anestesiar al paciente y éste, consecuentemente, queda fijado en el lugar de enfermo, en su desmoronamiento.
Pero no por no tratarse de una enfermedad ha de renunciar a proporcionar alivio. Los fármacos pueden paliar la ansiedad y ayudar a dormir, colaborando así a crear las condiciones en las que sea posible una reflexión.
Lo más importante, y lo más difícil -sobre todo en la sanidad pública de después de los recortes- es ayudarle, hablando, a encontrar la manera -que para cada uno es diferente- de hacer frente a la situación sin derrumbarse, sin tanto sufrimiento.
Ahora, lo que es adaptarse… ¿hasta dónde?
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