Barcelona, atrapada en su propia burocracia: la brecha fiscal del incivismo lastra a Catalunya
El Ayuntamiento de la capital catalana afirma que apenas logra cobrar el 14% de las multas por incivismo, dejando millones en el limbo administrativo. El problema se extiende de forma silenciosa por toda Catalunya, evidenciando un modelo sancionador disfuncional que erosiona la confianza ciudadana y pone en jaque la salud financiera de los municipios.
Según fuentes municipales del consistorio en declaraciones y un informe de la comisión técnica creada el año 2023, la gestión fiscal del incivismo se ha convertido en una grieta silenciosa en el modelo urbano catalán. Cada año, miles de sanciones son impuestas en Barcelona por conductas que atentan contra la convivencia y el uso responsable del espacio público: orinar en la calle, ensuciar fachadas, depositar residuos fuera de los contenedores, realizar botellones o deteriorar el mobiliario urbano. Pero la contundencia con la que se anuncian estas medidas contrasta con la fragilidad del sistema que debería hacerlas efectivas.
Durante 2024, el Ayuntamiento de Barcelona impuso sanciones por valor de 16,9 millones de euros por este tipo de infracciones. Sin embargo, solo 2,44 millones llegaron efectivamente a las arcas municipales. La ciudad logra cobrar apenas uno de cada siete euros sancionados, lo que equivale a una tasa de recaudación del 14,4%. El resto —más de 14 millones de euros— se disuelve en un entramado burocrático que no alcanza su objetivo: castigar, disuadir y corregir las conductas incívicas.
Lejos de tratarse de un caso aislado o coyuntural, esta brecha fiscal se ha cronificado en el tiempo. A medida que crece el número de sanciones —más de 97.000 en el último año—, la capacidad de la administración para cerrar el ciclo sancionador sigue estancada. La situación está generando un desequilibrio económico y un deterioro normativo que impacta directamente sobre la credibilidad de las instituciones locales.
El precio de la ineficacia: millones perdidos, civismo deteriorado
El impacto de este fracaso va más allá de lo contable. Los 14,5 millones de euros no recaudados en 2024 representan una pérdida directa de recursos públicos que podrían haberse destinado a limpieza viaria, mantenimiento del mobiliario urbano, contratación de servicios sociales o inversión en seguridad ciudadana. Pero además, esta ineficacia fiscal tiene un efecto colateral devastador: desactiva por completo la capacidad disuasoria del régimen sancionador.
Cuando un ciudadano sabe que una multa por ensuciar la vía pública no se cobrará, la norma pierde fuerza. El mensaje que se traslada es que romper las reglas no tiene consecuencias reales, lo que refuerza la reincidencia y debilita el sentido cívico colectivo. La administración municipal, incapaz de hacer cumplir sus propias sanciones, pierde autoridad y legitimidad frente a una ciudadanía cada vez más expuesta a la degradación del entorno urbano.
Este círculo vicioso —incivismo creciente, sanciones ineficaces, pérdida de ingresos y erosión del respeto institucional— es ya uno de los principales desafíos de la gobernanza urbana catalana.
Catalunya ante un mal estructural: cuando sancionar no compensa
Barcelona es el único gran municipio que ofrece con claridad datos públicos sobre la recaudación efectiva de las multas de civismo. Pero todo apunta a que este problema afecta por igual al conjunto del territorio catalán. De hecho, en municipios medianos y pequeños, la situación es incluso más crítica.
La imposición de multas por incivismo exige un aparato administrativo complejo: desde la identificación del infractor hasta la notificación oficial, pasando por la tramitación del expediente, el seguimiento del procedimiento y la ejecución del cobro. En las grandes ciudades este proceso ya es ineficiente. En los municipios de menor tamaño, la ecuación es directamente inviable.
Los alcaldes lo saben: perseguir una multa de 150 euros puede costar 200. El tiempo de los funcionarios, el coste del correo certificado, la revisión legal, los recursos de los sancionados, el mantenimiento de bases de datos, los plazos que se agotan... En demasiadas ocasiones, la administración se encuentra atrapada en un laberinto normativo que consume más recursos de los que puede recuperar.
Este escenario ha llevado a muchos consistorios catalanes a una suerte de resignación fiscal: sancionar sin cobrar, notificar sin ejecutar, mantener ordenanzas simbólicas cuyo cumplimiento no se garantiza. En el mejor de los casos, se logra imponer un “efecto ejemplificador” al hacer visible una sanción. Pero sin ejecución efectiva, el poder coercitivo se convierte en una ficción.
Radiografía del fracaso: por qué no se cobran las multas
La escasa eficacia del sistema de multas de civismo en Barcelona y Catalunya responde a fallos estructurales, no circunstanciales. Entre los principales obstáculos se encuentran:
Identificación fallida del infractor
A diferencia de las multas de tráfico, que pueden vincularse a una matrícula y un domicilio conocido, muchas infracciones de civismo involucran a personas sin documentación, sin residencia fija o con datos incompletos. En numerosos casos, la sanción se impone verbalmente, pero no se puede formalizar con garantías jurídicas.
Procesos administrativos poco ágiles
La carga de trabajo de los servicios jurídicos y sancionadores ralentiza los plazos. Muchos expedientes caducan antes de llegar a la fase de cobro. La falta de automatización y la escasa digitalización de los procedimientos agravan el problema.
Coste superior al beneficio
El cálculo es claro: el coste unitario de tramitar y ejecutar una sanción leve puede superar su importe. Sin economías de escala ni mecanismos de ejecución ágiles, sancionar se convierte en una pérdida neta para el erario.
Falta de voluntad política y coordinación interinstitucional
En algunos casos, los consistorios priorizan otros frentes presupuestarios o carecen de colaboración eficaz con administraciones supramunicipales, como la Agencia Tributaria Catalana, que podría asumir funciones de cobro.
El espejo de Madrid: eficacia sin transparencia
La otra gran capital española, Madrid, muestra un contraste llamativo en la gestión fiscal de las sanciones. En 2024, la ciudad recaudó 378 millones de euros en multas, una cifra sin precedentes que demuestra una extraordinaria eficiencia recaudatoria. Sin embargo, los datos de recaudación por incivismo no se hacen públicos, lo que impide conocer si la capital sufre los mismos problemas que Barcelona y en qué medida.
Lo que sí se sabe es que la mayoría de esa recaudación procede de sanciones automatizadas: infracciones de tráfico, impagos en zonas reguladas de aparcamiento, y sobre todo, multas por acceder indebidamente a la Zona de Bajas Emisiones (ZBE), donde las cámaras y los sistemas digitales permiten una identificación automática del infractor. Aquí, la automatización es la clave del éxito.
Madrid ha construido una maquinaria fiscalista eficaz, pero con un punto ciego importante: no aborda públicamente el problema del incivismo ni su impacto económico. Es posible —incluso probable— que sufre una situación similar a la catalana en ese ámbito. Pero ha optado por un silencio estratégico: centrarse en lo que puede cobrar con eficiencia, y evitar exponer sus vulnerabilidades.
Dos modelos en tensión: Barcelona y la honestidad del déficit
El contraste entre ambas capitales no es solo técnico. Es ideológico, institucional y, en última instancia, político.
Barcelona ha optado por una estrategia de transparencia radical. Reconoce su fracaso, expone sus cifras, asume las consecuencias. Esta honestidad fiscal tiene un coste reputacional a corto plazo, pero también abre la puerta a reformas reales. La ciudad está mostrando dónde está el agujero, con la esperanza —o el propósito— de cerrarlo.
Madrid, por el contrario, ha priorizado la eficacia recaudatoria allí donde es más rentable. Su modelo no expone debilidades y ofrece una imagen de solvencia administrativa, aunque a costa de ignorar o camuflar las aristas más complejas del incivismo urbano. Su éxito es innegable en términos de ingreso, pero opaco en términos de gestión integral del civismo.
Ambas ciudades actúan bajo lógicas distintas, pero con un mismo desafío: cómo construir ciudades habitables, fiscalmente sostenibles y socialmente cohesionadas. Y en ese reto, la gestión del civismo —y su traducción efectiva en ingresos o en convivencia— será un indicador crucial del éxito o el fracaso.
El incivismo como termómetro urbano
Más allá de las multas no cobradas, lo que está en juego es el futuro del espacio público como escenario de convivencia. Cuando una ciudad pierde la capacidad de imponer normas básicas de comportamiento, no solo pierde dinero. Pierde control, autoridad, equidad y calidad de vida.
Barcelona ha puesto sobre la mesa un problema que no puede seguir ocultándose. Catalunya, en su conjunto, enfrenta un dilema similar. Si no se invierte en mecanismos eficaces de identificación, notificación y cobro; si no se fortalecen las estructuras administrativas; si no se alinean los costes con los ingresos potenciales; si no se recupera el principio de que quien ensucia, paga... entonces, el incivismo se institucionaliza.
Y cuando eso ocurre, la factura la pagan todos: vecinos, comerciantes, visitantes, y una administración cada vez más frágil ante su incapacidad de hacer cumplir lo que ella misma legisla.
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