Acabo de ver una grabación del mítico programa de TVE Estudio 1, efectuada en 1970: Acreedores, obra de teatro escrita en 1888 por August Strindberg. Estaba interpretada por tres grandes actores: José María Rodero y Elvira Quintillá -que eran matrimonio en la vida real- y Fernando Delgado, dirigidos por Claudio Guerín Hill (quien era además el autor de esta formidable versión emitida por televisión y que falleció en un accidente de rodaje hace ahora medio siglo; era muy joven).
La obra es reflejo de las tortuosas relaciones de pareja que tuvo August Strindberg, tres matrimonios y tres divorcios, tuvo hijos con sus tres esposas y desgarradoras trifulcas con todas ellas: celos, provocaciones, acomplejamientos, toxicidad con intensa violencia psicológica. ‘Todos tenemos algún acreedor’, se dice en esta obra, alguien decidido a que se le satisfaga una deuda contraída en su relación y que actúa con venganza. Cuando la escribió, el autor sueco tenía 39 años. Aquel 1888 escribió también su obra de teatro más conocida La señorita Julia (una mujer que, al igual que Strindberg, era hija de un noble y de una criada; una proyección de sí mismo). Y redactó también el texto Mi jardín y otras historias naturales (Elba).
Strindberg se interesó enormemente por la naturaleza, por la pintura y la fotografía (pintó y fotografió); él consideraba que su época era la de las ciencias naturales. Hombre de gran sensibilidad, podía emocionarle ver las malvarrosas en casa de un guarda bosques y sentir melancolía de su niñez: “Detrás de las oscuras ventanas irisadas distingues ¡los geranios de tu infancia! Entonces recuperas la alegría, aún más conmovido, y vuelves a la tristeza”. El jardín, escribirá, era todo color y luz y alegría de vivir y uno era feliz sólo con contemplarlo. Lo que es simple lo catalogaba como habitualmente feo. Tenía una extraña aversión por el ruiseñor: “un pájaro sobrevalorado que debía su reputación a las poco creíbles descripciones de nuestros antepasados románticos”. Pero también por los perros: cobardes y miserables. Según parece, sufría serios trastornos psicológicos.
Puerilmente, alardeaba de su dominio del arte de la pesca con cañas: “Yo he llegado a sacar casi cuatro kilos de percas, todas las tardes, mientras que los pescadores que echaban setenta redes no capturaban ninguna”. Si quieres atrapar peces, anotó, tienes que ir a su encuentro y si no vas a por el pez, el pez no irá a ti. “Si lo que quieres es matar una liebre, un consejo: ¡quédate inmóvil en medio del camino, incluso a pleno sol! ¡Ella vendrá hacia ti, como la montaña, no sé exactamente cuál ni cuándo, fue a Mahoma!”.
Entendía la fertilidad de la tierra como infinita si uno la sabe utilizar bien. “Con una fertilización regular, todo crece en todas partes, y mis coliflores, cultivadas en campo abierto, eran ya comestibles en julio”. A partir de su experiencia concluyó que las plantas fuertes desarrollan mejores defensas y mejoran con una fertilización rica y un riego apropiado. Atribuía a las plantas un poco más de entendimiento del que se les suele conceder, mientras que restaba toda importancia a los animales.
Estos breves textos de Mi jardín… dan alguna idea que complementa las de sus obras teatrales y sus novelas, acerca de una forma de estar instalado en la vida.
“Confundimos a menudo el olfato con el gusto y creemos –con frecuencia erróneamente- que lo que huele bien tendrá buen sabor”. Es una frase que coexiste con otras más enredosas, como la que explica que conoció a un hombre, durante su estancia en Alemania, a quien se le consideraba demente: “Su enfermedad consistía en una confusión entre la vista y el oído, que parecían sustituirse la una a la otra, de suerte que el hombre, que era músico, se obstinaba en traducir en colores las partituras que tocaba”.
Más allá de los talentos que se puedan tener, el desasosiego continuo perturba la existencia con una fuerza insoportable.
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