Traición y tradición tienen un origen común: ambas voces proceden de la palabra latina ‘tradere’, que significa entregar. La tradición es un repertorio de ritos, ideas y creencias que se entregan a las sucesivas generaciones de una sociedad. Ni qué decir tiene que, para ejercer su libertad, cada individuo debe poder escoger quién quiere ser y no verse obligado a reproducir la ideología que se le dicte. Cuando en un ambiente asfixiante no obedeces, y no disimulas, te ganas el sambenito de traidor o de entregado al enemigo. Tengo por evidente que no hay que dejar de denunciar nunca el chantaje que sucede a los planteamientos inaceptables: o todo o nada, o con nosotros o con ellos.
En la hora presente, prima una inquisición laica que excomulga a quien no se someta a ser y estar en el rebaño adecuado. En consecuencia, la libre asunción de ideas ‘incorrectas’ se castiga con escarnio y con una indignación sobreactuada; que culmina con la condena al estigma y a la irrelevancia social y, si se puede, al ahogo económico del hereje. Para vigilar cualquier desvío de la ortodoxia oficial se emplean ‘patrullas morales’ que golpean la libertad de expresión de los heterodoxos; porque, aseveran, éstos son provocadores que potencian el mal. Se precisa entonces coraje para romper cadenas y valor para conseguir la emancipación; títulos que tradicionalmente han caracterizado a los progresistas. Cuando éstos se retraen o se suman a la ola hegemónica, el horizonte se enturbia, el mundo se presenta al revés y toda esperanza se va disipando con amargura.
Marine Le Pen (EP)
Alejo Schapire, un periodista argentino que vive en Francia desde hace 25 años (más de la mitad de su vida), ha publicado un ensayo con el significativo título de ‘La traición progresista’ (Península). Resalta que hoy día -en nombre, por supuesto, del bien- avanza en Occidente, con paso firme y arrogante, un nuevo apartheid racial y sexual. Con los excluyentes ‘días de presencia’ de etnias (en que se prohíbe a los blancos poner el pie en universidades estadounidenses), regresan los compartimentos estancos de tribus identitarias y se está fortaleciendo un racismo antirracista y vengativo.
Aunque pueda parecer inaudito, al comienzo del mandato de Trump en la Casa Blanca, más de la mitad de los estadounidenses blancos estimaban que a causa de su color sufrían discriminaciones. Y con el lema Make America Great Again se proponía la rehabilitación de la tribu antaño imperante; el miedo a no superar la fatalidad de ser minoría, según la evolución demográfica.
En otro ejemplo, Schapire manifiesta seria preocupación por la hostilidad desatada contra Israel. Arguye que, según datos oficiales del Ministerio del Interior francés, un 40% de los actos de odio denunciados afectan a los franceses judíos, quienes suponen menos del 1% de la población. Y recoge una declaración hecha hace quince años por Hugo Chávez, paradigma de los podemitas: “Una minoría, los descendientes de los mismos que crucificaron a Cristo, los descendientes de los mismos que echaron a Simón Bolívar fuera de aquí y también lo crucificaron a su manera más allá en Santa Marta, en Colombia… Una minoría ha tomado posesión de toda la riqueza del mundo”. Frase que bien podría haber repetido un antisemita nazi.
Siguiendo en la misma estela de cizañar y entrometerse que su predecesor, Nicolás Maduro aprovechó el triunfo de la selección francesa en el Campeonato del Mundo de fútbol, de 2018, para apostillar: “Ganó África realmente, los inmigrantes africanos que han llegado a Francia”. En curiosa coincidencia con el Front National de Le Pen, a esos jugadores los hacía pasar por ‘extranjeros’. Por el contrario, Paul Pogba, uno de aquellos campeones, manifestó con rotundidad que su país tiene diferentes colores, que “todos nos sentimos franceses y estamos contentos de llevar esta camiseta”, y añadía que estaba muy feliz de haber crecido en Francia y de tener la cultura francesa. Una riqueza que el hoy jugador del Manchester United asumía y no aceptaba que se la intentaran arrebatar. Penalizar la interculturalidad es un atentado contra la condición humana. Ésta es, cabe decirlo, la mejor bandera por la que haya apostado nunca Occidente y la que, en cualquier trance, la hará pervivir con nuevas formas vitales.
Arriarla es una fatal traición a su fundamento, a su tradición más integradora. Afirmarla con naturalidad es clave, sin hacer alardes de buenos y puros (en la ortodoxia que sea), lo que siempre es una impostura. En el momento que se presume tener una cualidad humana valiosa, ésta se nos escapa y se deja de tener, en la medida en que lo pudiera ser. En todo caso, el destino de los ‘supremacistas’ es la confrontación, siempre desde la ignorancia y extrayendo lo peor de todos. Una traición radical, la de entregarse a la discordia del género humano.
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