Hace pocos días se celebró el 73 aniversario de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde oímos proclamas que iban desde su consideración como la “crónica de un fracaso” hasta su condición de referente por "tener razones por la esperanza".
En medio de este escenario, permítanme que tome partido: el progreso en materia de derechos humanos es siempre un proceso y nunca un punto de llegada . Más aún, es un progreso que se puede detener, incluso revertir, ya veces lo ha hecho. Es necesario estar vigilantes para mantener esta progresión y prevenir los retrocesos. Aunque la esperanza en sí misma es insuficiente, no lo es el trabajo sostenido, con rigor e impulsado por una esperanza razonada y bien informada.
La historia ha sido testigo de la infinidad de logros alcanzados por los defensores y defensoras y por las organizaciones y movimientos de derechos humanos. Estos hitos han afectado positivamente a la vida de millones de personas, han transformado instituciones, han influido políticas públicas y han contribuido a la creación de normas y valores que hoy sirven de timón para la humanidad. No estamos en absoluto en el “final de los tiempos de los derechos humanos” o en el “ocaso de los derechos humanos”. Posiblemente, sí que estamos ante una crisis en materia de derechos humanos, pero debemos considerar que cualquier crisis también es un abanico de oportunidades para impulsar con mayor fuerza que nunca un nuevo período de dinamismo vibrante de los movimientos, las normas y las instituciones de derechos humanos.
El optimismo es una estrategia para construir un futuro mejor. Si asumimos que no existe esperanza, garantizamos que no hay esperanza. Tenemos la obligación moral de no ser pesimistas. Va contra la democracia creer que no tenemos capacidad para cambiar las cosas. Es propio del instinto de negatividad no entender que las cosas pueden ir mal y al mismo tiempo haber mejorado mucho. Debemos vacunarnos contra el pesimismo paralizador y fatalista.
Con esta actitud no sólo nos quedamos en el lujo de la crítica, sino que también construimos alternativas y propuestas. Desde el fomento de la imaginación ética debemos repensar los derechos humanos y hacer frente a los nuevos desafíos.
Uno de estos desafíos es la crisis de la democracia y la evidente erosión que ésta conlleva en materia de derechos humanos. ¿Pero qué democracia está en crisis? Lo está aquella democracia que pretende limitar derechos con la excusa de salvaguardarlos, aquélla que quiere hacer del estado de excepción una nueva forma de estado permanente, aquélla que promueve un régimen social basado en relaciones de poder extremadamente desiguales. Esta forma de entender la democracia no quiere sacrificarla, más bien pretende trivializarla adoptando medidas de desprecio social.
En consecuencia, no es cuestión sólo de vivir en democracia, necesitamos vivir la democracia y esta es la dimensión que se puede aportar desde la autoridad de los derechos humanos . Pensémoslo bien, el problema de nuestra sociedad no es la carencia de poder, sino la falta de autoridad. La autoridad no se demuestra; se ejerce mediante el testimonio de las propias acciones, de la veracidad de las decisiones, del ejemplo.
Esta autoridad y defensa de los derechos humanos es una crítica al poder, pero también una directiva para ejercerlo . Debemos estar preparados para criticar pero también para proponer. Es esta autoridad la que debe permitirnos hacer frente a diferentes retos (las migraciones, las desigualdades sociales, la pobreza, las violencias machistas, etc.), ya un problema (el auge de la extrema derecha y el neofascismo), muy presentes en nuestra sociedad.
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