George Simmel dedicó un amplio texto a la filosofía del dinero, un valor al que veía convertido en ‘Dios’, el valor supremo para la gente. Ya a principios del siglo XX, observaba que los bancos eran más poderosos que las iglesias, en todos los órdenes. Cabe advertir que en el siglo pasado hubo en España distintas rachas de quema de templos sagrados. Si no ando equivocado, desde aquella ira revolucionaria nunca, en el entorno de 1936, se prendió fuego a los bancos; los centros custodios del vil metal fueron respetados a rajatabla.
En la vida todo anda mezclado y confundido, importa poco la contradicción. Por esto siempre andamos necesitados de filosofía y de claridad. Julián Marías definió hace medio siglo la filosofía como un “estar renaciendo a la verdad”. Y apostillaba “es no poder dormir”.
Hay quienes dicen dormir fatal por las injusticias. Lo puedo entender, también a mí me sucede a veces. Pero doy en pensar ahora en un periodista radiofónico a quien le supo a cuerno quemado la derrota del City en el Bernabeu. Así lo dejó escrito, días después de su eliminación de la Champions. ¿Cómo expresó el motivo de su angustia? Lo personalizaba en el entrenador Guardiola: “Pep, un estudioso del fútbol que queda eliminado de la Champions por ese fenómeno psicológico que se llama Real Madrid”.
Ciertamente es asombroso el trato: Pep, sólo el nombre de pila porque es de los ‘nuestros’. Se le ensalza como ‘estudioso del fútbol’, los demás entrenadores deben de serlo menos; ni pío sobre los más de 1.300 millones de euros gastados por su club, el City, para fichar jugadores para él, nadie ha dado más.
El periodista en cuestión ha hecho pasar al realísimo Madrid de fenómeno paranormal a fenómeno psicológico. Todo resulta ridículo, burdo y -aprovechando los calificativos que el propio periodista usa- es inenarrable, inexplicable, surrealista y telúrico. ¡Ay, pobre sociedad de nuestros ‘pecados’, cuánta majadería nos inunda!
Para rematar, el leve opinador suelta que el causante de su hondo malestar “es un Madrid psicológico que maltrata al rival en el momento más oportuno”. Maltratar la sensatez de quienes le atienden es lo que hace este hooligan. ¡Qué le vamos a hacer! No sé si estas noches podrá dormir algo más. Entre tanto, vuelvo a la filosofía, a mi particular no poder dormir.
El sociólogo berlinés George Simmel se doctoró con 23 años, en 1881, y no obtuvo el reconocimiento profesional de una cátedra de filosofía hasta 1914 -cuatro años antes de fallecer-, fue en la universidad de Estrasburgo, ciudad que todavía era del Imperio alemán. Llegó a dar clase a Ortega y Gasset, quien, con afecto, lo calificó de “una especie de ardilla filosófica”, que abría boquetes para el pensamiento.
Se acaba de traducir al español su voluminosa Introducción a la ciencia de la moral (Gedisa), publicada en 1904, donde pasa revista a conceptos éticos básicos. Late en su crítica el ideal griego de la ‘sofrosine’; esto es, la sensatez y la moderación. No dudaba Simmel en calificar de bella a “aquella moderación interior que desiste en igual medida del exceso y del defecto”, y cuyo equivalente romano era la ‘sobrietas’, la sobriedad. ¿Pero se la desea lo suficiente?
Destacaba que, en la superficie de todo fenómeno humano, el egoísmo y el altruismo andan mezclados de forma nada clara; de modo que, para él, era un error creer que en cualquier acción donde flote un interés sólo se puede elegir entre el egoísmo y el altruismo, que siempre van enredados.
A su vez, alrededor nuestro hay una presencia indiscutible de méritos y culpas, de ganancias y deudas. Se establecen conflictos entre caminos y objetivos, medios y fines. Y al fondo de la escena, debaten virtud y felicidad. Simmel se refería a la felicidad como “aquel tipo de ideales que al conseguirlos asumen un carácter muy diferente que el que tenían cuando se aspiraba a ellos”.
En todo caso, hay un espacio para que anide el principio moral de la buena voluntad y otro para la libertad. A favor de ésta, el pensador alemán argumentaba que cuando alguien juzga que el ser humano carece de libertad, debería aplicárselo de inmediato a sí mismo y “renunciar a la posibilidad de una comprobación objetiva de su verdad”. Entendía que cuando alguien se dedica al engaño durante años, queda incapacitado para distinguir entre la mentira y la verdad.
Podríamos añadir que con esa impenitente práctica también nos incapacitamos para distinguir entre realidad y ficción, entre lo sensato y lo grotesco, entre lo natural y lo artificioso. En cualquier caso, no hace falta estudiar a Simmel para darse cuenta de la simpleza del periodista que durmió fatal aquella noche, por lo menos.
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